Hace unos días me senté a ver una película. La temática: adolescentes americanos que comienzan el instituto. Asunto poco prometedor a priori, pero mientras la veía, un fotograma aquí, un diálogo allá, me traían recuerdos de muchos años atrás, como la magdalena al personaje de Proust de “En busca del tiempo perdido”.
Añoranza por tiempos pasados, que la memoria tiende a hacer idílicos. Pero si seguimos recorriendo el desván de los recuerdos nos encontramos con algunos no tan bellos. Y si nos adentramos en la penumbra de los rincones olvidados y nos esforzamos por desenterrar las cajas más escondidas y las abrimos nos asaltará un efluvio amargo; nos cercioraremos de que cualquier tiempo pasado no fue mejor. La adolescencia era una época confusa, conflictiva, de inseguridad y pasiones, de tensiones entre el deseo de ser libre y la realidad de estar sometido al arbitrio de los progenitores.
¿Entonces qué estaba envidiando realmente de esos años? ¿Por qué debería mirar con añoranza esos tiempos y pensar en todo lo que daría por volver a ser un adolescente como los personajes que aparecían en la pantalla de mi televisor?
La pregunta quedó apartada y olvidada hasta la mañana en la que mientras desayunaba, mi hija me preguntó entre sorbo y sorbo de leche en qué año estábamos. “2018, todavía” respondí. Pero tanto hubiera dado contestar 2008 o 1998. Para ella no son más que garabatos en la hoja de un calendario, una sucesión de cifras sin contenido.
Y entonces pensé que la respuesta a la pregunta sobre lo que añoraba era la atemporalidad, la sensación de que el tiempo nos es ajeno. Para un niño o un adolescente el paso del tiempo es algo que afecta a los otros, a los mayores, que envejecen, se quejan de sus achaques y se encorvan. Pero no, el tiempo no preocupa al niño-adolescente; era como una brisa que estaba ahí, que nos acompañaba, un remolino que levantaba hojas secas, pero que a nosotros no se atrevía a molestarnos. Y si por un momento parábamos y éramos conscientes de que la brisa también sacudía nuestra bomber y nuestros vaqueros desgastados, tampoco importaba; porque soplaba a nuestro favor. Era lo que nos acercaba a las próximas vacaciones, de nuevo a las fiestas del pueblo y quizás al beso con una chica.
Cuando somos jóvenes podemos permitirnos el lujo de mirar hacia el futuro y perdernos en él. Paradójicamente es cuando menos lo hacemos. Cuando finalmente queremos ya hemos dejado atrás la época en la que podíamos llamarnos adolescentes y nos damos cuenta de que mientras oteamos el horizonte, el tiempo corre y queriendo o no ya hemos elegido un camino.
Cuando nos obsesionamos con un objetivo bien sea la independencia financiera o un listón económico, ese número arbitrario y mágico al que tenemos que llegar, estamos dejando de vivir en el presente. Estamos proyectándonos a un futuro quimérico que cuando llegue descubriremos que estará tejido con los mismos hilos dorados y grises que el presente: de una cerveza en buena compañía, de un atasco interminable, de una lucha de cojines con los pequeños, de una agria discusión con la pareja, de una cena de Nochebuena, de un insulso sándwich frío, de un partido con los amigos, de un doloroso crujido al doblar la espalda. No será un maravilloso tapiz de formas perfectas, sino que en él también tendrá su lugar lo feo, lo retorcido y lo imperfecto. Si esto es el verdadero final de la travesía, ¿qué ocurre a lo largo de ella?
¡Qué futilidad la de aquél que piensa que tiene el control del su ansiada independencia financiera! Solo somos libres de malograrla, de sabotearnos a nosotros mismos. Podemos frenarla cuando y cuanto queramos pero es escaso nuestro poder para acelerarla. Más horas extra de trabajo, algo más de austeridad y unos cuantos balances más leídos a medianoche tratando de vencer al sueño en un vano intento de forzar el futuro hacia el presente. En realidad estamos a merced del tiempo que nos ha tocado vivir, y de los caprichos del voluble azar y de ese lunático que es el mercado. Si se alían para determinar que la piedra que lentamente empujamos debe rodar pendiente abajo, no tendremos más remedio que aceptar nuestro destino de Sísifo y comenzar de nuevo paso a paso.
El rey griego tuvo la osadía de encadenar a Thanatos, a la propia muerte, para que no se lo llevara. Nosotros no tenemos ese poder, y sabemos que en algún lugar nos asaltará sin posibilidad de derrotarla. Cuando sintamos que está más cerca que lejos tal vez mirando atrás veamos este preciso momento de modo similar a como contemplamos ahora la adolescencia. ¿Cuánto daría mi yo anciano por volver al tiempo en que estoy ahora? Probablemente todo: todo su patrimonio acumulado con tanta paciencia y esfuerzo. Entonces, si el regreso al preciso momento en que leemos estas líneas vale tanto dinero, ¿existe algo con más valor que el tiempo? ¿Qué debo hacer con ese activo que no solo no crece con el interés compuesto sino que se erosiona lentamente? ¿No sería un error tratarlo como un activo más?
El verdadero riesgo no es que la independencia financiera se demore en llegar, ni tan siquiera el no llegar a alcanzarla. El riesgo es vivir una vida miserable, atenazado por las dos reglas de Buffett, incapaz de emprender nada por el temor a perder. El riesgo es acabar castigando a los que nos rodean con nuestra cicatería; riesgo de acabar convertido en un ser mezquino en pos de un lugar idílico que solo existe en nuestra imaginación. Riesgo es la posibilidad de llegar a una edad avanzada lleno de dudas y remordimientos por una vida malgastada.
Estos días reaprendí algo que jamás deberíamos olvidar: que lo importante no es lo rápido que podamos tejer el tapiz sino que nuestras manos no pierdan nunca la firmeza, pues solo cabrá juzgarnos por el resultado final.
Que pasen una feliz Navidad.