Una de las tareas principales del asesor financiero consiste en diseñar una cartera con la proporción adecuada de activos en base al perfil, circunstancias y necesidades de su cliente. Por norma general, estas carteras se componen principalmente de dos activos; renta variable (acciones) y renta fija (bonos). Tanto es así que la proporción acciones/bonos del 60/40 se ha convertido en la referencia por antonomasia dentro de la industria de inversión.
De acuerdo con la visión tradicional de gestión de carteras, para obtener la proporción adecuada de activos el asesor modula el impacto de dos riesgos contrapuestos e irreconciliables como son la pérdida de poder adquisitivo y la volatilidad. La inflación, ayudándose de las leyes del interés compuesto, erosiona agresivamente y de forma un tanto furtiva el poder de compra de un capital en el largo plazo. En cambio la volatilidad, por sus características palpables en el día a día, está más presente o quizás, demasiado presente, en la mente del inversor. Durante la fase de acumulación, su mayor efecto pernicioso, de carácter conductual, consiste en convencer al inversor de que la volatilidad que experimenta es sinónimo de un deterioro irreversible de su capital, lo que puede conducirle bien a la liquidación de la inversión en el momento menos oportuno o bien a la cancelación de sus aportaciones futuras al plan. Una vez tenida en cuenta está problemática a lo largo de la fase de acumulación, para el asesor la volatilidad es un asunto que requiere de mayor atención conforme el momento de iniciar la liquidación de la inversión se aproxima. El control de la volatilidad durante esta fase pretende reducir el rango de posibles resultados en el valor de liquidación obtenido para su cliente.
Como se ha comentado, para poder mitigar el efecto de estos dos riesgos, la teoría establece que el asesor combinará acciones y bonos en una proporción adecuada. Por un lado, las acciones tienden a proteger del riesgo de pérdida de poder adquisitivo en el largo plazo a costa de una fuerte volatilidad en el corto plazo mientras que, por otro lado, los bonos son adecuados para controlar la volatilidad en el corto plazo a costa de sufrir una pérdida de poder adquisitivo en el largo plazo. De este modo, conforme el momento de liquidación se acerca, la teoría recomienda tanto aumentar la proporción de bonos en cartera como reducir la duración de estos, dando preferencia a bonos con menor sensibilidad ante cambios en los tipos de interés.
Durante las últimas cuatro décadas este enfoque de combinar acciones y bonos ha sido válido para poder cumplir los objetivos de inversión de los clientes. Sin embargo, durante este periodo el mundo ha experimentado un régimen económico eminentemente desinflacionista que ha resultado propicio para el comportamiento de estos dos activos. Algunos economistas han bautizado este entorno como “la gran moderación”. Acontecimientos como la caída del telón de acero durante los años noventa (y la progresiva integración de los países que lo formaban a la economía de mercado) o la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio en la década siguiente, aumentaron el pool de capital humano disponible provocando una presión a la baja sobre los costes salariales a nivel mundial, la partida de gastos más importante para la mayoría de las empresas y una de las claves para mantener la inflación contenida. Otros factores como las acertadas políticas de los bancos centrales (personalizadas en la figura de Paul Volcker) a principios de los ochenta para combatir la inflación rampante, la internacionalización de las cadenas de suministro y la especialización que ello implica, así como los avances tecnológicos aparecidos durante este periodo (por ejemplo, internet) han ayudado en buena medida a provocar este círculo virtuoso. Así, se pasó de una inestabilidad de precios con tasas de inflación de doble dígito en los años setenta y principios de los ochenta a unas tasas mucho menores y más estables a partir de los años noventa. Mientras que las acciones experimentaron simultáneamente márgenes superiores y expansión de múltiplos - ya que se partía desde unos márgenes y múltiplos reducidos fruto del entorno económico de inestabilidad precedente - la constante reducción en los rendimientos exigidos a los bonos del tesoro, gracias a unas cada vez menores expectativas de inflación, provocaron el aumento de precios de aquellos bonos emitidos anteriormente en condiciones más adversas (según el célebre economista Irving Fisher, el rendimiento de un bono del tesoro como el de los EE.UU consiste principalmente en una combinación de rentabilidad real e inflación esperada). Durante este periodo ambos activos se movieron al unísono y no como contrapesos de una cartera diversificada.
Aunque, como principio general, la renta variable actúa como cobertura frente a la pérdida de poder adquisitivo en el largo plazo, esto no resulta siempre tan cristalino y palmario cuando la inflación supera ciertos límites. Por ejemplo, durante la década de los setenta, en la que las tasas de inflación fueron de doble dígito, las empresas se vieron incapaces de trasladar sus incrementos de costes, lo que se tradujo en un deterioro de márgenes y una reducción de múltiplos. Sólo la adquisición a múltiplos muy favorables pudo salvar los muebles para la renta variable según Charles Gave, de la firma Gavekal. En la actualidad, las expectativas implícitas que cotizan en índices en máximos como el S&P 500 están muy lejos de esos múltiplos favorables mencionados por Gave, por lo que sería esperable que la sensibilidad de estos índices ante tasas de inflación elevadas y sostenidas en el tiempo sea alta (de acuerdo con la teoría de la duración de las acciones, mayores múltiplos suelen ser indicativo de una mayor sensibilidad al cambio de tipos de interés). Pese a sonar contradictorio, frente a un posible escenario de inflación proveerse de reservas de efectivo (el activo con menor sensibilidad a los cambios de tipos de interés) para adquirir renta variable a precios favorables puede no ser una idea descabellada.
Se cierne sobre la economía mundial la amenaza de una posible reflación sostenida en el tiempo que conduzca a tasas de inflación más elevadas de las que se vienen experimentando en los últimos tiempos. Pese a que las autoridades han tachado a dicha amenaza de evento transitorio, la teoría fiscal afirma que los regímenes de represión financiera - en los que las tasas de inflación se sitúan por encima de los tipos de interés - son la respuesta natural ante el excesivo endeudamiento que sufren las economías más importantes. Por ello, resulta aconsejable seguir el consejo de Howard Marks quién afirma que, pese a que no podemos predecir, podemos prepararnos. La adición de activos con mejor comportamiento ante escenarios inflacionistas es un asunto que todo asesor financiero debe plantearse poner encima de la mesa ante un posible cambio de régimen económico.