El problema con el índice de productividad es que, por los datos que se utilizan para calcularlo (PIB entre número total de horas trabajadas), los resultados están sesgados por una serie de variables que no se tienen en cuenta a la hora de extraer las conclusiones. No es un buen índice a la hora de intentar interpretar porqué unos países son más prósperos que otros. O, mejor dicho, teniendo en cuenta la interpretación a escala subjetiva que se suele hacer de la productividad (cuan productivo es la masa de trabajadores individuales), las conclusiones políticas y sociales son poco efectivas a la hora de intentar combatir una supuesta baja productividad. La realidad es que la productividad de un país guarda poca relación con el desempeño laboral de la masa de trabajadores, sino con el tipo de sector económico predominante del país, es decir, con las diferencias en el valor añadido por hora de trabajo que cada sector es capaz de proporcionar. Y en eso, la masa de trabajadores no tiene ningún margen de acción, puesto que uno se encuentra con una estructura productiva dada a la hora de entrar en el mercado laboral. La educación y la formación tampoco soluciona nada si el mercado nacional no es capaz de absober los perfiles más interesantes. Lo que acaba ocurriendo es que los mejor formados acabarán emigrando. Si el trabajador español es tres veces menos productivo que el luxemburgués no se debe a razones subjetivas, a alguna falla moral, a las pocas ganas de trabajar del ciudadano español, o a una carencia de las instituciones españolas, sino a que, mientras en Luxemburgo el sector servicios financieros, un sector que proporciona un alto valor añadido, aporta un 50% de su PIB, en España nos tenemos que conformar con sectores y actividades con un menor VAB como la actividades relacionadas con el turismo o el comercio minorista, además de una tasa de paro estructural elevada.
Pero eso no lo explica todo. Entre los países europeos con índice de productividad más elevados hay una serie de casuísticas propias de cada uno de ellos que tienen un impacto directo sobre la medición del índice. Y es que, casualmente, los tres países que lideran el ranking de productividad son países que, por las razones que ahora expondré, sus PIBs, y por lo tanto una de las dos variables que se usan para el cálculo, están “inflados artificialmente”. En el caso de Irlanda y Luxemburgo, sus políticas fiscales los hacen el destino preferido de las grandes multinacionales y bancos de inversión, que instalan allí sus sedes fiscales. Esto distorsiona lo que debería representar realmente el PIB - la capacidad productiva de bienes y servicios dentro del territorio - al verse influído por el flujo de ingresos financieros proviniente de las actividades en el extranjero de las multinacionales, atraídas por las condiciones fiscales. Básicamente una parte del PIB irlandés es “importado” de las actividades económicas que tienen lugar fuera del suelo irlandés. En ese sentido, si en lugar de utilizar el PIB, se utiliza el RNB (Renta Nacional Bruta), que descuenta los flujos financieros extranjeros de entrada y salida, resulta que la productividad irlandesa está en la media europea. En el caso de Luxemburgo con el agravante de que al ser un país tan poco poblado, cualquier dato que se salga de lo normal es capaz de distorsionar cualquier medición. Por no hablar de que es la sede de algunas instituciones de la Unión Europea como el Banco Europeo de Inversiones, parte de la Comisión Europea, Tribunal de cuentas y de justicia europeos, entre otras, que atraen una serie de perfiles de gran remuneración. En el caso de Noruega su PIB no se entiende sin la exportación de petróleo y su Fondo Soberano. Por eso no es una economía que sirva de baremo para el resto de economías que no tengan acceso a ese recurso, de la misma forma que no lo son Qatar, Kuwait o Arabia Saudí.
En definitiva, si no se tienen en cuenta todas esas variables y casuísticas el índice de productividad podría orientar las políticas nacionales hacia caminos equivocados.