Originalmente publicado en: Haciendo equilibrios – Todo suma
Ya hablamos en su momento de la entropía. De su fama de caos y desorden. Y también —con algo de justicia poética— de su otra cara: la del equilibrio. La tendencia hacia la uniformidad, el fondo tranquilo tras el aparente ruido. Pero por mucho que el caos tenga su atractivo, uno tiene que ser sincero. Y mire que habría sido cómodo ignorarlo, porque la entropía sigue siendo una forma elegante de hablar de la flecha del tiempo, del inevitable desmoronamiento de las cosas. Del “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero no, porque también con el tiempo, uno adquiere obligaciones y una es ser sincero. Y por ello reconocer que la entropía no es más que una búsqueda de la naturaleza hacia su propio equilibrio.
Resultó que lo que llamábamos desorden era simplemente otra cara del equilibrio. Y eso, para algunos cambia muchas cosas, aunque sinceramente quizás no cambie nada. Lo que sí sé es que me da una excusa para profundizar en el tema.
Porque si lo que aparentemente es caos representa una transición hacia el equilibrio, podemos empezar a mirar el mundo con otros ojos. No como una colección de sistemas rotos, sino como redes que buscan su punto justo. Y entonces, lo interesante ya no es saber si hay que evitar el desorden, sino comprender qué clase de equilibrio está buscando cada sistema. Si lo sabemos, podemos anticipar, proteger o incluso construir equilibrios nuevos.
El otro día hablamos de identificar la tendencia de cada sistema, hoy vamos a hablar de lo que resulta de ello. De equilibrios que parecen estables pero no lo son, y de otros que solo existen mientras se mueven. Y de qué significa todo eso para nosotros, que también podemos ser vistos como sistemas.
Cuando el bosque guarda el agua: equilibrio ecológico
Es posible que nunca se lo haya contado, porque hay sesiones del Club del libro que no salen como uno se espera. La de Poder y Progreso de Daron Acemoğlu y Simon Johnson (a fecha de escritura de este artículo), es una de ellas, porque directamente no salió. El caso es que los autores dedican un capítulo entero a los canales de Suez y Panamá. Y a mí me gustó mucho, tanto que me puse a leer sobre los dichosos canales —piense que he pasado bastante tiempo en los Países Bajos y al final la cabra tira al monte—.
Lo que quería contarle es que a finales de los años 70, con el Canal de Panamá en funcionamiento, surgió un problema inesperado. El río Chagres, vital para alimentar el paso de los barcos mediante esclusas, empezó a flaquear. Había caudales cada vez más irregulares. Se pensó que se trataba de un problema técnico. No lo era. El problema era ecológico, de equilibrio además.
Desde los gobiernos locales, para aumentar la productividad de la tierra, se había promovido la creación de zonas de pastoreo. Para ello los campesinos directamente prendieron fuego a amplias zonas de bosque, sin ningún tipo de control, devastando el ecosistema. Pero no se consideró un problema hasta que en 1983, una gran sequía puso en peligro la viabilidad del canal, y con ella la prosperidad de todo el país.
El doctor Stanley Heckadon-Moreno, antropólogo de profesión, realizaba trabajo de campo con poblaciones autóctonas de la cuenca del río. Le preocupaba especialmente la deforestación y su impacto. Lo que él y su equipo descubrieron, fue que el bosque no solo recibía agua, sino que la almacenaba y la soltaba lentamente, como una esponja reguladora. En temporada seca, el río seguía fluyendo gracias a esa reserva invisible. Cuando el bosque desapareció, el equilibrio hidrológico se rompió. El agua no solo no se almacenaba, sino que fluía directo al río arrastrando sedimentos y reduciendo el caudal disponible para el canal.
La sequía de 1983 supuso un antes y un después para el país. El problema escaló hasta la presidencia de la nación, que comprendió que no bastaba con controlar las esclusas. Había que proteger el ecosistema entero. Había que preservar un equilibrio complejo, donde árboles, suelo, lluvias y ríos funcionaban como partes interdependientes de un todo.
Y lo interesante es que este equilibrio no era estático. Cambiaba con las estaciones, con los vientos, con las hojas que caían y se descomponían. Era un equilibrio dinámico, lleno de vida, que se autorregulaba mientras se le dejara espacio para hacerlo. No le sorprenderá que a día de hoy, cerca del 30% del territorio de Panamá esté protegido. El Parque Nacional Chagres fue la solución al problema, algo que seguramente nunca se habría planteado el bueno de Ferdinand de Lesseps al proponer la creación del canal.
Los «ecosistemas humanos» también requieren cuidado. Además, me voy a permitir ser obvio en la metáfora: si uno no planta árboles, corre el riesgo de que con el paso del tiempo no quede nada. Ya saben cómo se cultiva una persona. Todos pasamos por épocas de sequía en las que es difícil encontrar hueco para la lectura, pero si el bosque está bien asentado, es posible que haya retenido suficiente agua como para pasar una temporada sin problemas. Además, uno no puede controlar qué relaciones internas se acabarán dando en su ecosistema. Ya ven que en el mío las inutilidades se juntan que da gloria verlas.
Le invito a luchar contra la desertización, y a buscar otros sistemas que se beneficien de esta práctica. La metáfora financiera es más evidente aún, así que disculpe que no profundice. Sólo le recordaré que a diferencia del canal de Panamá, no tenemos un siglo para darnos cuenta de haber perdido el equilibrio.
La velocidad como condición para no caer
Esto también es obvio, pero si alguna vez ha intentado mantener una bicicleta en pie sin dar ni una pedalada, conocerá el resultado y no es alegre. Pero basta con pedalear unos metros para que de pronto ese delgado cachivache de metal parezca mágico. Se mantiene firme, responde a los giros, avanza como si la verticalidad fuera su estado natural. No lo es. Su equilibrio depende del movimiento.
Con los aviones pasa algo similar. Para que se mantengan en el aire, deben alcanzar una velocidad mínima. Esa velocidad es la que genera la sustentación suficiente para contrarrestar la fuerza de la gravedad. Si bajan de velocidad, por sofisticados que sean, irán hacia tierra. El avión necesita moverse para seguir volando.
Técnicamente hablaríamos del principio de Bernoulli, no le abrumaré con ecuaciones pero sí con un reconocimiento de mérito. Es posible que ese apellido le suene del campo de la estadística. Y es que el bueno de Daniel Bernoulli —que quizás compartiese mi cariño por los canales pues nació en Países Bajos y trabajó en San Petersburgo— también fue una eminencia de la Estadística, como su tío Jacques (el de la distribución de Bernoulli). Ofreció una solución que ha servido durante mucho tiempo como base de la teoría económica de la aversión al riesgo y la utilidad. Puede leer al respecto en la famosa obra de Kahneman y Tversky. El caso es que no se puede dudar de que fuese un hombre que plantó muchos árboles en su ecosistema mental, gran ejemplo de lo expuesto anteriormente —especialmente si uno considera que empezó estudiando Medicina—.
Volviendo a los sistemas, esta variante nos resulta interesante porque no responden a la lógica más habitual. Tendemos a generalizar que sólo existe el equilibrio estático. Que lo equilibrado es lo inmóvil. Pero aquí sucede lo contrario: la estabilidad solo existe en movimiento. Hay sistemas que si se detienen, colapsan.
El equilibrio dinámico en Física es, en el fondo, un acuerdo entre fuerzas que empujan en direcciones opuestas. Es como si la bicicleta negociara constantemente entre caer a un lado o al otro. Y la única forma de mantener la negociación es dar pedaladas. Pese a ser conceptos científicos, hay mucha literatura derivada, especialmente sobre entornos laborales, relaciones interpersonales o la disciplina. A veces cuando uno cree que ha encontrado una estabilidad, y que puede relajarse, todo se tambalea. Porque es posible que esa estabilidad dependa del movimiento, del aprendizaje, del contacto, incluso del compromiso.
No me malinterprete y piense que hablo de no parar nunca. Sólo se trata de reconocer ante qué tipo de sistema estamos, y qué clase de equilibrio necesita. Algunas personas necesitan parar para encontrar su equilibrio; otras, cambio constante.
El equilibrio como proceso
Lo que une al río Chagres, la bicicleta y el avión es que su equilibrio no está dado, sino construido. Ya sea a través del tiempo, del movimiento o de la interacción de fuerzas. La entropía, entonces, no era la enemiga del orden. Es una parte en su camino.
Recordará lo que comentamos de los sistemas cerrados y la dificultad para hallar uno. Podría decirse que un sistema en equilibrio estático perfecto, sin ningún intercambio con el exterior, está muerto. Lo interesante es que la mayoría son sistemas abiertos, que reciben energía, la transforman y devuelven algo al entorno. Así funcionan los ecosistemas, los cuerpos, las ciudades, incluso los mercados financieros. Son dinámicos por naturaleza. Y en ese sentido, entender el equilibrio como algo vivo nos ayuda a mirar de otra forma nuestros propios ciclos. Nos recuerda la importancia del proceso.
Podría usted pensar que todo esto son metáforas, y no puedo negárselo, pero no tanto como parece. La Física, la Ecología, la Economía, la Biología… todas nos hablan de lo mismo: que el equilibrio rara vez es una condición fija, sino más bien una danza. Que no puede ser sólo un objetivo final, sino —de nuevo— un modo de estar en el mundo. Que hay sistemas que se estabilizan al moverse, y otros que se rompen cuando se les fuerza. Y entenderlo, a pesar de lo que le suelo contar, es útil.
Decía Iván Ferreiro que el equilibrio es imposible, ahora en la charla de café puede decir que depende. Igual el cantautor se refería sólo al equilibrio estático, y hemos acabado diciendo lo mismo.