Originalmente publicado en: El tamaño importa – La navaja de Occam
No, no. No vamos a hablar de sexo, siento decepcionar al lector. Lo haremos de algo más aburrido y trivial a la par que inquietante, nuestro tejido empresarial. Y cuando digo «nuestro» me refiero al de España, ese país donde por los designios del azar, o de quien sabe qué, nos ha tocado nacer o, al menos, registrarnos como ciudadanos con derechos y deberes.
La reflexión que quería realizar ha venido a cuento de una serie de incidentes que me han ocurrido semanas atrás en las operaciones comerciales que un casi jubilado como yo realiza habitualmente. Como el lector comprenderá no estoy refiriéndome a complejas transacciones internacionales con fuertes movimientos de capitales sino más bien a las compras de las naranjas de zumo para el desayuno o del último libro que me haya apetecido leer.
Los incidentes en cuestión han tenido que ver con pésimas experiencias sufridas en un par de transacciones online con pequeñas empresas. No mencionaré nombres, para eso ya tengo mi perfil de Local Guide de Google donde suelo premiar y castigar como un dios omnipotente a quien me satisface y a quien me falla. Pero sí mencionaré hechos para que a través de estos podamos hilar con el meollo que quiero tratar aquí. Un caso tiene que ver con comida para perros. Compro el pienso para mi mascota en una tienda online porque el precio que venía obteniendo me resultaba muy competitivo. Pues bien, en el último pedido, además del pienso se me ocurrió pedir un paquete de seis piezas de esas que usan los perros para la limpieza dental. Vamos, cuatro euros de nada. La cuestión es que en lugar de uno de seis recibo uno de tres. El precio era irrisorio y no ameritaba la situación ponerse a reclamar nada, pero, como los casi jubilados tenemos poco que hacer, le puse un amable mensaje al servicio de atención al cliente contando la situación. Uno esperaba la típica respuesta pidiendo disculpas y enviándome un bono descuento o algo así para el siguiente pedido. Pero no. Me tocó un engreído o engreída (que no daba nombre en el pie de firma) que comenzó a discutir conmigo indicándome que no era razonable lo que yo decía. La persona indicaba que yo había pagado por solo una pieza y que había recibido tres por el mismo precio. Es decir que en lugar de deberme ellos tres piezas, les debía yo dos. Por tanto, lo que me ofrecía era enviar al transportista para retirarme la bolsa de tres y, a cambio, enviarme la de uno (bolsa que no existía, por supuesto, más que en su calenturienta imaginación). De nada sirvió explicarle que en la bolsa venían tres y que en su catálogo solo había bolsas de tres y de seis, no de una. Iniciamos un diálogo de besugos en la que no conseguí que algo tan simple se entendiera. Reconozco que, con algo de sorna, le pregunté si debía sacar dos de las piezas de la bolsa para entregárselas al mensajero cuando viniera y quedarme solo con una. En fin que, cansado ya del debate, le dije que sí a todo. Me mandó al transportista, se llevó la bolsa de tres y me hizo un abono por los cuatro euros que había pagado. Ridículo. El coste de hacer toda esa operación fue mucho más alto para la empresa, ya que yo con un bono descuento de dos euros me habría conformado y su operación de recogida y entrega del paquete debió costarle al menos seis y ocho euros del transportista, además de su coste operativo. En su debe hay que anotar también que perdió al cliente puesto que no pienso comprar más allí después de tamaño derroche de estupidez.
La segunda cuestión tuvo que ver con la compra de una sartén. Y, antes de proseguir, pido perdón por el empleo de ejemplos tan prosaicos. Solo le ruego al lector que recuerde aquellos versos de la canción Grano de pus de Luis Eduardo Aute, donde se indicaba que el «único fin de la razón está en saber comprarse un buen colchón». Bueno, en mi caso, no era un colchón, se trataba de una sartén. Pero una sartén de hierro bueno, bueno, bueno. De las de antes, de esas que no tienen ni teflón, ni aluminio de otras gaitas, pero que agarran un calor capaz de dejar el entrecot en un punto inimaginable con otras moderneces. ¡Ay, como me enrollo! Pido disculpas por ello. El ejemplo tiene poca importancia, podría haber sido cualquier otra cosa. La cuestión es que el plazo de entrega ofertado por la pequeña ferretería online que la vendía era de 48/72 horas. Me venía bien. La pedí. Pero a la semana o así me acordé de que la había pedido, que por supuesto el cargo a mi tarjeta estaba hecho, y la sartén no había llegado. Contacté por email con el servicio de atención al cliente. Pasó un día, pasaron dos días. Ninguna respuesta. El asunto ya comenzó a molestarme y llamé por teléfono (menos mal que no era un 902). Me atendió una telefonista que corta a la mitad la explicación de lo que deseo exponer y me pasa la llamada a otra persona. Esta sí, muy amable. Me comenta que tiene que contrastar lo que sucede con el almacén y que me devolverá la llamada en seguida. La llamada no fue devuelta ni ese día ni al siguiente. Al tercero volví a contactar algo más cargado ya de mala leche. Como sin darle importancia a no haber cumplido su compromiso de entrega, ni a no contestar a mi correo, ni a incumplir su promesa de devolverme la llamada, me indica que es que no tenían stock y que habían pedido la sartén a su proveedor y que en unos días la recibiría. Por supuesto ni una petición de disculpas en todo ese proceso. Una de las cosas que tiene la edad es que no siempre sobran las ganas de montar gresca, así que di por buena su respuesta y quedé a la espera. La sartén continuó sin llegar, volví a reclamarla por email a atención al cliente, continuaron sin responderme, y quizá por la influencia de algún extraño giro planetario, a la semana siguiente, sin más aviso por parte de nadie, la recibí. Bien está lo que bien acaba. Ahora disfruto de un magnífico punto en los entrecots, pero las reseñas de Google terminarán por dar buena cuenta del sufrimiento intermedio.
Pero, a donde yo quería llegar con todo esto es a comparar el servicio que uno puede obtener de compañías que persiguen la excelencia en la atención al cliente o, en general, en sus operaciones de cualquier índole, frente a compañías que ni siquiera parecen saber lo que es eso. Yo suelo defender muchísimo a Amazon, en este orden de cosas. Y cada vez que lo hago me llueven por todos lados las bofetadas (teóricas, claro) de mis interlocutores. Que si hay que apoyar al pequeño comercio. Que si Amazon es una multinacional inmisericorde que está arruinando a no sé cuantos actores de la economía internacional. Que si son unos explotadores de sus empleados. Y así hasta un largo etcétera. Pero lo que está claro es que cuando tengo un problema con Amazon, simplemente me conecto a su web, indico que quiero que me llamen y en menos de dos minutos me llama un agente superamable que hasta me pregunta por el tiempo que hace en mi pueblo y si los niños están bien. Por supuesto, además de resolver mi problema de una forma eficaz, satisfactoria para mí y, sobre todo, exenta de cualquier tipo de estupidez.
Durante años fui responsable del servicio postventa de una compañía y nuestro esfuerzo por atender al cliente al estilo de Amazon era nuestra principal seña de identidad. Podría poner un ejemplo de lo que hacíamos. Un año para Reyes recibimos una llamada de queja de una madre apenada que había pedido una tablet para el regalo de su hijo y que, por un retraso de la compañía de transporte, se le había informado que no le sería entregada hasta más tarde de dicha fecha. No ya a mí, como responsable de postventa, sino también al mismísimo CEO de la empresa, se le erizó el cabello pensando en aquella pobre gente que se habían gastado sus cuartos en un producto nuestro y que por un mísero fallo no iban a recibir. Así, pues, el día de Reyes mi CEO madrugó, agarró su coche y una tablet igual a la pedida y se marchó a trecientos kilómetros de su casa para que el niño pudiera tener su tablet el día de Reyes. Así actuábamos, y así ganamos centenares de miles de clientes que confiaron en nosotros. Luego, otros problemas nos empujaron al abismo, pero eso es otra historia y deberá ser contada en otro lugar.
¿Por qué sucede esto? Entiendo que es porque cuando una compañía es pequeña no es capaz de sobrevolar por encima de los análisis numéricos simples respecto a las pérdidas y las ganancias. Ven el coste inmediato, pero no ven lo que puede suponerle la falta de cumplimiento de su promesa comercial o de no tener una atención al cliente que lo deje absolutamente satisfecho. Por supuesto que las hay y tengo todos los días magníficas experiencias con ellas, pero tengo que decir que suelen ser minoría frente a las que carecen de esa sensibilidad.
Y con ello entramos en el asunto del tamaño a que me refería en el osado título de este artículo. Es que el tamaño importa. Cuando una compañía crece comienza a tener espacio entres sus intersticios para ser mejor, para perseguir mejor la excelencia. Los más pequeños están demasiado ocupados para salir adelante, no tienen tiempo ni posibilidad de seleccionar de forma correcta a quienes dan la cara delante de sus clientes, carecen de la posibilidad de inversión necesaria para buscar la excelencia en lo que hacen. Esto solo lo hacen los grandes, aunque siempre haya algún pequeño más inteligente y competitivo que el resto.
En nuestro país se crean muchas compañías. Aunque no con el nivel necesario, pero se emprende bastante. El problema es cuando todas esas pymes o esas micropymes que han comenzado a operar se quedan estancadas y no pueden crecer. En España las empresas con más de 250 empleados representan solo un 0,12% del tejido empresarial mientras que en Alemania suponen un 0,47% y en el Reino Unido un 0,32%. Por empleo, estas empresas absorben en nuestro país al 39,6% de la fuerza de trabajo, mientas que en Alemania lo hacen con el 45,1% y en el Reino Unido con el 47,5%. Las micropymes tienen en nuestro país al 25,3% de los empleados mientras que en Alemania lo hacen solo con el 15,5% y en el Reino Unido con el 20,2%. Como puede verse hay notorias diferencias.
También mencionaré la capacidad de generar valor añadido mejora de manera importante conforme el tamaño de la empresa es mayor, lo que supone que la productividad media del país, mientras nuestras empresas sean más pequeñas, será menor que la de los países mencionados.
Y es que el gran reto de quien emprende en nuestro país es el de crecer. Son muchos factores los que inciden en ello. Problemas de financiación, falta de capacidad técnica, competencia sectorial difícil y, quizá, también la falta de la voluntad de mejora necesaria en parte de nuestro pequeño empresariado que opta por el beneficio inmediato antes que por la reinversión para el crecimiento. Por supuesto, todo ello inserto en una cultura de país donde se odia al empresario que triunfa. Véase sino una de las más espectaculares historias de crecimiento y persecución de la excelencia operativa como motor del éxito, me refiero a Inditex.
No menciono ya las trabas administrativas que sufren las empresas cuando por su volumen pasan de ser una simple pyme a una empresa de tamaño intermedio. Las complicaciones burocráticas se incrementan notoriamente lo que, a su vez, implica costes que ayudan a limitar posibles nuevos crecimientos. En fin, un ecosistema endiablado que hace que el gran reto en España no sea emprender sino crecer. Y, tengámoslo claro, solo con el crecimiento las empresas ganan en estabilidad. O sea que el tamaño importa, ¡vaya si importa!