Que el dinero no da la felicidad es uno de los aforismos más conocidos.
Creo que hay que mirarlo con un cierto cinismo, un tal Josep Pla, un tipo listo, sentenciaba que ello era cierto, pero que tener dinero tampoco era un inconveniente. Otros, los resultadistas, de humor más acido, señalan que las sensaciones que produce, no siendo la felicidad, se aproximan mucho y que, en algunos casos, incluso las superan. Otra corriente, la posibilista, afirma que el dinero no compra la felicidad, pero es un buen punto de partida.
Afortunadamente la ciencia, ¡por fin!, tras varios milenios, conviene de forma solvente que el dinero, ahora ya si, puede producir o facilitar un cierto grado de felicidad, siempre que se destine a posibilitar tiempo para realizar todo aquello que nos produce más interés o placer, sin excesos. Soy partidario de esta última corriente de opinión.
Y eso, valorar el tiempo, no lo hace todo el mundo, asunto extraño pues es el bien más escaso, en permanente gasto y consumo, sin posibilidad alguna de recuperar. De ahí, quizás, que la optimización del tiempo por el dinero posibilite un cierto grado de felicidad. Hay que centrarse en uno mismo, quererse un poco más e ignorar en mayor grado a terceros que solo buscan con sus problemas complicar nuestra existencia y disminuir la hacienda.
Mi abuela, al escuchar mis argumentos, me dijo que me dejara de rollos, que peco de fino y estirado, que parezco un político, que lo anterior ha existido toda la vida y que, en sus tiempos, todo el mundo lo conocía por su claro nombre, sin tapujos, disimulos ni aditamentos, sentenciando: “eres un egoísta del carajo, eso es lo que eres, Calimero”. Ni caso, mi abuela es de otros tiempos.