Originalmente publicado en: La utilidad de lo inútil – Todo suma
Aunque no parece haber un consenso muy sólido sobre cuántos tipos de conocimiento existen, sí parece claro que hay varios que se pueden categorizar en función de su alcance y propósito. Desde los tres tipos que define Aristóteles en su Organon —teórico (episteme), práctico (phronesis) y productivo (techne)— hasta los catorce identificados por algunas corrientes contemporáneas de la psicología, la diversidad refleja tanto la evolución del pensamiento (y de nosotros mismos) como las diferentes áreas en las que el conocimiento se manifiesta.
Los aportes de Aristóteles establecieron un punto de partida esencial:
- El conocimiento teórico busca comprender verdades universales y principios inmutables, como los que atesoran las matemáticas o la metafísica.
- El conocimiento práctico, en cambio, está orientado a la acción ética y a la toma de decisiones prudentes en la vida diaria, como las reflexiones sobre el bien común.
- El conocimiento productivo abarca las habilidades técnicas y creativas que permiten generar objetos o transformar nuestro entorno, como el diseño de herramientas o la composición musical.
Sin necesidad de profundizar en las categorías de la psicología, donde la clasificación es aún más diversa, uno puede imaginar que la sociedad considera unos conocimientos más útiles que otros.
Hay un tipo de conocimiento que se ha resistido siempre a las cadenas de la utilidad inmediata, un conocimiento que desafía las demandas de la producción y los cálculos económicos. Es el conocimiento que se atreve a ser «inútil» y que, sin embargo, ha sido el motor silencioso de muchas de las mayores transformaciones humanas. Este conocimiento, nacido entre el arte, la filosofía, las humanidades y la ciencia pura, ha encontrado en cada época a sus herejes: aquellos que se atrevieron a profundizar en el legado heredado, cuestionar las verdades de su tiempo, proponer ideas que parecían absurdas o peligrosas, y que, al hacerlo, expandieron los horizontes de lo posible.
La palabra «hereje» proviene del griego haíresis, que originalmente significaba «elección» o «capacidad de escoger». Con el tiempo, el término se cargó de connotaciones de disidencia, convirtiéndose en una etiqueta para aquellos que eligieron apartarse del dogma, de las verdades oficiales, de lo que «todos sabían». Galileo, condenado por atreverse a mirar hacia las estrellas; Hypatia, asesinada por enseñar matemáticas y astronomía en una Alejandría cada vez más hostil; Spinoza, expulsado de su comunidad por pensar libremente sobre Dios y la naturaleza; todos ellos fueron herejes a su manera.
En esta «escuela de herejes» encontramos a los guardianes de lo inútil: los que escribieron poesía mientras las ciudades ardían, los que imaginaron mundos alternativos cuando los suyos se cerraban, los que desentrañaron las leyes del universo sin esperar más recompensa que el saber mismo. Se les llamó inútiles, y sin embargo, de su pensamiento nacieron revoluciones: sociales, políticas, tecnológicas, artísticas.
Hoy, cuando la utilidad parece haberse convertido en la medida de todo valor, reivindicar la herejía del conocimiento «inútil» no es solo un acto de memoria, sino de resistencia. Porque el arte, la filosofía, la ciencia pura y las humanidades no son lujos ni reliquias: son el espacio donde aprendemos a imaginar, a dudar y, sobre todo, a ser libres.
Pocos tendrán la suerte de poder ampliar el legado de la “escuela de herejes” pero, querido lector, le invito a lo que podría convertirse en una pequeña academia de herejes. En este rincón de internet podemos crear una academia en el sentido clásico, donde se puede discutir libremente la inutilidad en su esplendor, hasta el punto de quizás hacerla útil de nuevo.