Originalmente publicado en: Herramientas sin fin – Todo suma
“La razón por la que pude hacerlo es porque tenía un juego de herramientas más grande que la mayoría de los físicos”
Richard P. Feynman
No puedo ocultar una profunda admiración por ciertas figuras del mundo de la Ciencia. Una de ellas es el doctor Richard P. Feynman, del que sólo diré que lean su autobiografía “¿Está usted de broma Sr. Feynman?”. De ese libro es la frase que abre el artículo.
Pese a que, en el momento de decirla, Richard Feynman se refiere explícitamente a herramientas matemáticas, a lo largo de todo el libro —y su vida— queda claro que implícitamente habla de ser capaz de mirar desde distintas perspectivas. Su “juego de herramientas” era una mezcla de curiosidad, intuición, matemáticas, humor y sentido común. Un repertorio amplio para enfrentarse a lo desconocido. Pero lejos de simplemente acumular métodos, él los ponía al servicio de un fin. El fin más común a lo largo de su vida fue entender.
Las herramientas son extensiones de la mente y el cuerpo. Desde la piedra tallada hasta el algoritmo, pasando por los más modernos aperos de labranza. Son el modo en que el ser humano amplifica su capacidad de actuar sobre el mundo. Pero como toda ampliación, entraña un riesgo: el de confundir el medio con el objetivo.
Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, sostenía que todo cuanto existe tiende hacia un fin —un telos. La medicina busca la salud, la arquitectura la estabilidad, la política el bien común y la inversión, quizás, la independencia. La vida buena, decía, consiste en orientar correctamente los medios hacia esos fines.
Cuando esa orientación se pierde, el instrumento deja de servir al propósito y se convierte en un ídolo funcional: algo que funciona, pero ya no sabe por qué. Hoy, muchos de nuestros sistemas —empresas, instituciones, incluso individuos— han olvidado esa distinción. La eficiencia, a través del uso de más y más herramientas, se ha vuelto un fin en sí misma. Los procedimientos se cumplen, aunque no conduzcan a nada. Y el método, que nació para ayudarnos a pensar, acaba siendo el único pensamiento permitido.
El día que la herramienta se volvió dogma
Es posible que recuerde el 28 de enero de 1986, cuando millones de personas siguieron el lanzamiento del transbordador Challenger. Y setenta y tres segundos después del despegue, una explosión empañó el cielo y con ello el entusiasmo y la esperanza. La causa técnica fue una junta de goma que no soportó el frío. La causa humana fue otra: la sustitución del juicio por el procedimiento. Los ingenieros habían advertido que las bajas temperaturas comprometían el material. Pero la burocracia siguió su curso: reuniones, firmas, protocolos. El método se impuso al sentido común. El reloj debía cumplirse, independientemente de la meteorología.
Meses después de la tragedia, Feynman, miembro de la Comisión Rogers encargada de investigar las causas del accidente, puso de manifiesto esa verdad incómoda. Recordó los riesgos de confiar en la inducción, y en que si nada malo nos ocurrió en el pasado, haciendo lo mismo, nada malo nos ocurrirá en el futuro. El ganador del premio Nobel pidió un vaso con agua y un trozo de aquella junta tórica. La sumergió en hielo y mostró lo que nadie quiso escuchar: la goma fría no sella. Un gesto muy simple, pero más poderoso que todos los informes. Feynman recordó a la ciencia a su fin natural: la búsqueda de la verdad, no la defensa del procedimiento.
Lean ágilmente
Casi cuarenta años después, el problema persiste con otros nombres.
Las metodologías que nacieron para recuperar la agilidad, el sentido y la experimentación —como Lean, Agile o SAFe— se han institucionalizado hasta volverse, a menudo, su propio contrario. Esos palabros se han convertido en industrias propias, y merece la pena dedicar un par de párrafos para que, tanto quien las conozca como no, pueda apreciar sus aciertos, riesgos e incongruencias.
El método Lean original de Toyota (Ohno, 1988) era una filosofía de mejora continua y eliminación del despilfarro —mental y material— basada en cinco principios: valor, cartografía de la cadena de valor, flujo (del valor hacia el cliente), tracción (producir sólo cuando hay demanda) y perfección (mejora constante).
La cartografía de la cadena de valor permite entender el proceso con precisión e identificar qué pasos añaden valor, cuáles no lo añaden directamente pero ayudan a hacerlo, y cuáles no aportan nada. Sirva un ejemplo ajeno a las fábricas: si usted invierte en un activo saludable y rentable, añade valor a su cartera. Si dedica tiempo a aprender sobre inversión y analizar información para identificar esos activos, no añade valor directamente, pero sí ayuda a añadirlo. En cambio, si se limita a discutir en el bar con su cuñado sobre por qué cierta noticia ha movido la bolsa, eso no añade valor y es desperdicio. Lean clasifica el desperdicio en ocho tipos distintos, todos con el mismo pecado: distraer del valor.
¿Cuál es el fin? Posiblemente la respuesta la tengamos en la no definición de valor. Lean no se la da, hay que descubrirla. ¿O puede que el fin sea esa perfección en el proceso? Y ahí aparecen las contradicciones.
Lean brilla por su claridad, pero su mayor virtud puede volverse su límite. Su obsesión por eliminar el desperdicio y perfeccionar el proceso tiende a convertir el medio en un fin. Cuando todo se mide, el riesgo es olvidar por qué se mide. La fricción, la pausa o la conversación —aparentes ineficiencias— también pueden generar valor, aunque no aparezcan en un tablero. Lo que nació como una filosofía para liberar energía creativa puede volverse un sistema que la constriñe, una mejora continua que nunca se satisface, siempre optimizando pero sin preguntarse para qué.
Fuera de su contexto original, Lean se degrada con frecuencia en una colección de herramientas desprovistas de espíritu. En Toyota, cada operario podía detener la línea de montaje: era una cultura de respeto mutuo, no de control. Adoptado sin ese trasfondo, se convierte en una estética de tableros, métricas y reuniones que miden el flujo pero no el sentido. Lo que empezó como un propósito contra el desperdicio termina, a veces, siendo un desperdicio de propósito.
¿Ágiles para qué?
Si Lean se concibió para estabilizar y mejorar el flujo, Agile nació para liberarlo. Fue la respuesta de los programadores a los planes rígidos y a los calendarios inamovibles de la industria del software. En 2001, diecisiete desarrolladores se reunieron en Utah para redactar un manifiesto que ponía las cosas en otro orden: “individuos e interacciones por encima de procesos y herramientas; software funcionando por encima de documentación exhaustiva; colaboración con el cliente por encima de negociación contractual; respuesta al cambio por encima de seguir un plan.”
Era una revolución sensata. Donde Lean perseguía la eliminación del desperdicio, Agile proponía aprender rápido del error. Donde Lean hablaba de perfección, Agile hablaba de adaptación. En su mejor versión, Agile devuelve a los equipos la autonomía y el sentido común: probar, ajustar, mejorar, volver a probar.
Pero, como toda idea poderosa, también ha sufrido el destino de su éxito. Con los años, lo que nació para romper procedimientos se ha convertido en otro conjunto de procedimientos. Tableros de tareas, ceremonias, roles, sprints y métricas ocupan el espacio que antes llenaban la creatividad y la conversación. Las reuniones diarias de quince minutos se eternizan. Los tableros Kanban acumulan posits olvidados. La agilidad se institucionaliza, y su espíritu inicial —la flexibilidad— se convierte en una nueva forma de rigidez.
Agile predica que el valor está en las personas, pero muchas organizaciones lo aplican como si el valor estuviera en la herramienta, a la que hay que proteger a toda costa. Se planifica el cambio en lugar de permitirlo. Se confunde iterar con improvisar, y adaptarse con no tener rumbo. En el intento de ser más ligeros, algunos equipos acaban corriendo en círculos, midiendo la velocidad pero no el progreso.
Conócelas para conocerte
Conocer distintas metodologías no es un lujo técnico, sino una forma de ampliar la mirada. Quien ha trabajado con Lean y con Agile sabe que cada una responde a un contexto distinto: Lean busca eliminar la variabilidad; Agile, abrazarla. En un entorno estable, como la industria del automóvil, Lean funciona porque cada desviación es un error. En cambio, en el desarrollo de software, donde la incertidumbre es estructural, esa lógica se vuelve un lastre: no se puede eliminar el desperdicio sin eliminar también el aprendizaje.
Por eso Agile propone un camino inverso: construir el producto final por aproximaciones sucesivas. Si el cliente quiere moverse, primero le damos un patinete, luego una bicicleta, más tarde una moto y, al final, el coche. No porque el patinete sea eficiente, sino porque permite que el cliente se mueva y nos ayuda a aprender rápido qué dirección tiene sentido mientras lo construimos. En la fábrica, ese enfoque sería un disparate mientras que en el software, es una forma sensata de avanzar.
Sólo quien conoce ambas herramientas —y no pierde de vista cuál es su fin— puede ver esa diferencia. Lo demás puede desencadenar en fetichismo metodológico: aplicar un martillo a todo lo que parece un clavo. Las herramientas no se oponen; se complementan. Pero solo sirven si sabemos cuándo usarlas, y sobre todo, cuándo no.
El sentido de la herramienta
Volvamos a Feynman. Su caja de herramientas no era solo técnica, era ética: no se trataba de usar más instrumentos, sino de usarlos con propósito. Participó en el proyecto Manhattan apoyando a su gobierno, con todas sus consecuencias. También se opuso vehementemente al mismo defendiendo la verdad en la comisión Rogers. Él sabía que entender algo requería más que fórmulas o modelos, simpatías o ideologías; exigía mirar el fenómeno desde distintos ángulos, desconfiar de la comodidad de los métodos y, sobre todo, recordar para qué sirven.
Aristóteles diría que las herramientas son siempre medios subordinados a un fin. Pero en la era de los métodos, la tentación es invertir esa relación: medir sin comprender, optimizar sin preguntarse por qué, mejorar sin definir qué significa mejor. El riesgo no es usar Lean o Agile, sino olvidar que son herramientas. De la misma manera existe el riesgo de considerar la inversión y acumulación de capital un fin y no el medio.
Quizás por eso Feynman, ante un mundo que confunde exactitud con verdad, insistía en mantener una curiosidad indisciplinada. “La razón por la que pude hacerlo es porque tenía un juego de herramientas más grande que la mayoría de los físicos”, dijo. Pero su grandeza no estaba en la cantidad, sino en el criterio. En saber elegir qué herramienta usar y cuándo soltarla.
En última instancia, ampliar la caja de herramientas no significa coleccionar métodos, sino cultivar perspectivas. Porque solo quien entiende el fin puede darle sentido al medio. Y cuando el propósito se mantiene claro, toda herramienta suma.