Encyclopaedia Galactica

Jarl acompañaba ese día a su hijo de cuatro años al colegio. Tenían la fortuna, a su juicio, de vivir en un pueblo no excesivamente bullicioso al pie de la montaña, así que, en el breve trayecto, rodeaban un pequeño bosque y un terreno que daba cobijo a unas cuantas flores. En ese punto, el niño se había detenido a observarlas o a buscar insectos que recorrieran sus tallos, mientras Jarl fijaba continuamente su vista, de forma nerviosa e impulsiva, en el reloj del móvil y en su hijo, que se movía con lentitud exasperante.

Jarl respiró hondo e intentó relajarse. Reflexionó al ver a su retoño, tranquilo y alegre, repleto de curiosidad por aquello que le rodeaba, inocente e inexperto ante el mundo que se desplegaba ante sus ojos. De esta forma, cayó en la cuenta de cuán emponzoñado estaba él de los hábitos de la alocada sociedad de la que formaba parte, y cuán puro era aún el espíritu de su descendiente. Era un contraste casi grotesco. Se detuvo a pensar y lamentó profundamente contribuir al deterioro y sumisión de ese estado tan puro, mancillando esa curiosidad y entusiasmo con regaños y prisas. Así que trató de disfrutar el momento. Llegó a la brillante conclusión de que el mundo no acabaría si llegaban un minuto tarde.

Su hijo, que parecía haberle estado observando durante los pocos segundos que duró su disquisición, le formuló de forma súbita una pregunta un tanto inquietante. - Papá, ¿Por qué las personas se matan entre ellas y luchan en guerras? – Espetó.

Jarl procuró dar una explicación sencilla y razonable mediante un ejemplo. Le dijo a su hijo que imaginara un campo con varias vacas, y dos grupos de gente que obtenían leche y carne de ellas para poder alimentarse. Y que pensara que un día, por algún motivo, bien porque había más personas en cada grupo o porque las vacas daban menos carne y leche, el alimento no daba para todos y, entonces, aquellos seres humanos comenzaban a pelearse entre ellos para poder asegurar el suficiente alimento para su grupo.

Su retoño, apenas sin pensar, señaló: - ¡Pues que recojan también frutas de los árboles para tener suficiente comida!

El padre sonreía ante la ocurrencia de su hijo mientras proseguían el camino. Qué incomprensible debía ser el ser humano ante el escudriño de un niño. Ahora se preocupaba por el futuro que les aguardaba. ¿Por qué éramos tan estúpidos al permitir ser gobernados por personas mentirosas, repletas de ego y vileza, que juegan con las vidas de sus ciudadanos como quien tira los dados? ¿No deberían ser los más sabios, los individuos con temple, visión a largo plazo y sincero interés por el progreso y bien de sus congéneres los que nos lideraran? ¿Cómo explicarle a un niño que nuestros representantes coquetean con armas atómicas, que en el mundo hay lugares inundados de basura y plástico, o que actualmente hay una gran cantidad de países en guerra?

Jarl recordó aquel fabuloso capítulo de la única y extraordinaria serie Cosmos de Carl Sagan en los 80. No tuvo la oportunidad de verla en su día pues aún no había nacido, pero gracias a las nuevas tecnologías había podido visionarla recientemente. El capítulo se denominaba “Encyclopaedia Galactica”. En él, existía un registro informático de planetas y civilizaciones; el momento de la aparición de sus primeros pobladores, su número, su grado de desarrollo tecnológico, etc.

En la simulación de un futuro lejano, Sagan iba consultando los datos de diversas civilizaciones extraterrestres con interés, hasta que compungido, comprobaba que, al introducir los datos de la Tierra en la enciclopedia, la computadora mostraba que la civilización humana se había extinguido al llegar a un cierto grado de avance tecnológico.

¡Qué triste sería que con todo lo que hemos logrado, con todo lo que hemos llegado a conocer sobre el universo que nos rodea, desapareciéramos! Que las generaciones venideras fueran los últimos testigos de nuestro ocaso.

Mientras caminaban, Jarl dirigió su mirada hacia el niño y procuró ser optimista. Al fin y al cabo, el mundo está hoy infinitamente mejor que hace ochenta o cien años. En general, vivimos más años, hay menos guerras, menos personas se encuentran en umbrales de pobreza; podríamos seguir esa tendencia en el futuro, aunque sea un reto. Sí, hay que ser crítico pero optimista, se dijo, pues sólo los optimistas pueden crear un mundo mejor. Los que lo dan todo por perdido no tienen capacidad para cambiar nada. Si queremos que este planeta siga siendo un lugar extraordinario para vivir, tenemos que educar personas optimistas. Jarl se aseguró a sí mismo que eso sería lo que trataría de inculcarle a su hijo cuando apreciara las luces y sombras de los seres humanos.

Habían llegado. Se detuvieron frente a la puerta del colegio, el padre abrazó al hijo y aguardó mientras entraba junto a los demás niños. Educarles bien es nuestra mayor inversión de futuro, razonó. Para no convertirnos en un registro vacío y olvidado en la enciclopedia galáctica.

14 Me gusta

Cada lectura suya me gusta aún más. Gracias!

1 me gusta