Ciento siete días llevaban los pasajeros esperando en la polvorienta estación de Little Creek en el estado de Mississipi. No eran conscientes del retraso que el tren que venía a recogerles estaba experimentando. Traviesa por traviesa el traqueteo sumía al conductor y su maquinista en la más estulta desesperación. No obstante, el tren progresaba inexorablemente aunque jalonado de estúpidas averías que lo único que hacían era retrasar todavía más su devenir ya de por sí estupefacto.
El pueblo había dejado a Roubens totalmente resignado a su suerte. Roubens era un erudito en la clasificación de gemas preciosas. Pero a pesar de su nombre de ascendencia neerlandesa nadie en Amsterdam tendría jamás en cuenta la capacidad de estudio y la aplicación del lampiño soltero escocés. Nadie sabía cómo había ido a parar al pueblo y mucho menos a esa ocupación en la que se esforzaba por actualizar los libros de distintas pequeñas empresas manufactureras de la zona. Maldecía entre dientes cada vez que leía otra vez que los capataces de las productoras de yute estaban utilizando la barata mano de obra local para estafar a sus empleadores. La noche sin embargo le traía de vuelta a su mundo de la catalogación gemológica. Había estudiado a los grandes del género y había reproducido punto por punto sus esquemas basados en distintos criterios que algunos juzgarían abstrusos pero sin duda era por pura ignorancia. Roubens sin embargo tenía que contentarse con las diapositivas de las gemas que compraba en un servicio por correspondencia que llegaba al pueblo cuando llegaba. Algunas de las diapositivas estaban medio veladas y su vetusto proyector no era precisamente lo que uno llamaría un dispositivo de última generación. Sin embargo, y de forma totalmente insospechada para el brillante escribiente, estos impedimentos no hacían sino perfeccionar su sistema, pues le obligaban a contrastar y reconfirmar sus conclusiones una y otra vez, haciéndolas, sí, duras como el diamante. Roubens seguía asomándose a la estación, seguro de que nunca se subiría al tren, pero impelido por una fuerza cuyo origen no podía objetivamente ubicar. A Roubens no le interesaba andar creando un relato sobre sus capacidades más allá de algún tímido intento de imitar el proceso convencional de entrar en el gremio de los prestigiosos distribuidores de gemas. Pero se equivocaba. Precisamente este ángulo de ataque no podría nunca ser el correcto; era fácil para Roubens retirarse a su pasión y renunciar al medio convencional. Al fin y al cabo siempre tenía sus diapositivas y el regusto intelectual que le producía recluirse en su parca casita de madera para seguir estudiando sordo al silbar del viento y totalmente ajeno a los tumbleweeds que rodaban por las cuatro calles de ese pueblo de mierda.
Darko era otro aspirante a viajero. Su ascendencia balcánica ajena a los tópicos sobre la gente de aquellos lugares no podía ocultar un corazón más grande que el mismísimo arco de San Luis. Él sin embargo no dejaba de pensar en que estaba a punto de estallar y que no valía la pena seguir esforzándose; se relamía en el fatalismo a la vez que seguía ayudando a todo aquel que se le acercaba. Esta rara habilidad era algo que fluía naturalmente por todos los recovecos de su enjuto ser. La piel requemada por el sol y por el viento era nada más que un falso envoltorio a un alma dulce y aterciopelada que llevaba la empatía al grado de la gilipollez, pensaba algún Mr. Scrooge del lugar. Pero qué cojones, el valor que estaba creando en la sociedad, siempre dispuesto a hacer lo necesario para explicar a la gente cómo se podía cultivar un buen y carnoso tomate en aquella tierra maldita de la lluvia y esquilmada por los terratenientes blancos, sí lo adivinan, de ascendencia neerlandesa. El cultivo del tomate era una habilidad que requería paciencia y había distintas formas de llegar al éxito. Darko sin embargo no era un fanático. Sabía entretejer diversos planteamientos y aproximaciones en formas que habrían resultado heréticas para algún pedante como el Rey de la Espada en la Roca. Pero él sin ninguna aspiración más allá de tener su propio huertecito en el que sentarse a disfrutar de la fresca brisa de las tardes de Septiembre, el único mes en el que ni el frío acuchillante o el calor abrumador de la tierra maldita de aquella región de Mississipi permitía ese sencillo disfrute, seguía siendo una fuerza del bien. En secreto, sin embargo, aspiraba a llevar estos conocimientos a alguna vendedora de las preciadas semillas de los tomates más exquisitos y valorados de California que sólo se ofrecían a aquellos que se las podían permitir no ya por capital sino por paciencia y convicción. No se daban cuenta los semilleros que si realmente querían tener éxito en el mundo del minifundio debían de asociarse a alguien con menos traje negro y más camisa de cuadros y sombrero de paja, el atuendo habitual de nuestro amigo Darko. Darko tampoco se ayudaba mucho, algunos pensaban que los semilleros se aprovechaban un poco de él. Pero él tampoco iba a forzarle la mano a nadie. Las cosas eran como eran. Él también tenía su billete gastado en el bolsillo pero sólo miraba de reojo a la pizarra de la estación en la que el taciturno revisor seguía escribiendo las misteriosas si no sabe Vd. latín siglas s.d. por sine die, a la derecha del único tren que serviría a nuestros viajeros para llegar a sus merecidos destinos.
El maquinista y el conductor seguían haciendo avanzar al tren. Individuos malencarados les adelantaban por encima de los desfiladeros en briosos corceles negros que habían conseguido fruto de las relaciones de sus bien conectados progenitores. No había ningún problema para los jinetes en llegar a distintas ocupaciones en las que podían repercutir toda la inversión de sus familiares a los estúpidos clientes de sus empleadores, prestigiosos sobre el papel, y bien considerados en todos los medios de comunicación tradicionales y alguno de nuevo cuño que brilló como estrella fugaz en un principio sobre Little Creek pero sólo llegó a ser un espejismo. Todavía se estaban riendo los jinetes cuando vieron como el tren tenía que detenerse para que los dos sufridos operarios que lo pilotaban pudieran despejar la vía de una monstruosa roca que se había desprendido en el último temblor de la montaña de Nazz Duak, en la cordillera de Risonachi.
No era un mundo perfecto, pero nuestros protagonistas acabarían viajando. No había otro remedio, porque no hablamos de que tuvieran prisa por llegar a sus respectivos destinos. Ellos sólo querían subirse al tren. Sólo necesitaban tener un poco más de fe y no quedarse en la estación, sino caminar a su encuentro…