Le costaba mucho mantener la atención en un punto. Su mente, se alejaba y acercaba de un modo totalmente aleatorio. Sus esfuerzos para mantenerla inerte, agravaban todavía más la doma de aquella bestia salvaje.
El tiempo y las sesiones con Carles, habían ido enseñándole que dejar ir, era sin duda algo necesario de aprender. El desapego, la firme creencia en que nada se tiene y que poseer, es ser poseído, habían sido pequeñas islas donde recalar cuando el desasosiego llegaba. Mendilucía sabía que no tenía nada. Todo cuanto le rodeaba eran préstamos temporales que le habían sido dados, y por los que debía sentirse terriblemente agradecido. Algunos como el dinero, le preocupaba perderlos, nunca fue hombre de autoengaños y sabía que no podía negarlo. Otros como lo que realmente quería, le aterraba que no estuvieran y el mero pensamiento ensombrecía su mente hasta límites insospechados.
Nada es tuyo, acéptalo. En más de una ocasión tenía que recordárselo a si mismo.
Su mente consciente, captaba las palabras que recitaba Carles de un modo rítmico y pausado. Eran una pequeña parte de los millones de bits de información que su mente inconsciente recogía. La dureza del contacto de sus pies con el suelo, el mullido almohadón que usaba para amortiguar su posición. La respiración rítmica, el olor de la estancia…y tantas otras sensaciones que entraban violentamente por sus sentidos, siendo tamizadas por su mente consciente.
Otro pensamiento sobrevoló su mente, como un pájaro no esperado, y en cierto modo molesto. Siempre le encantaron las metáforas, por ser una manera de expresar conceptos complejos de manera simple. Le pareció que la contabilidad era la mente consciente, lo visible, lo palpable, lo medible.
La parte cualitativa era la parte inconsciente. Una suma de sensaciones, experiencias y percepciones que cristalizaba y se deshacía en un contínuo e inacabado movimiento.
Las empresas estaban vivas, no eran entes capturables. Podías hacer consciente una foto temporal y quizá ya pasada, pero necesitabas ver el bosque que a menudo aquellos árboles, no te dejaban ver. Tampoco podías confiar en el caballo salvaje e indomable que era la parte inconsciente, pues para domar un caballo, necesitabas estribos, y esos estribos, solo podían venir de la parte consciente, medible y contable.
Imaginaba ese bello animal como algo vivo. Un mal jinete, podía matar muchos caballos. Sonrió para sus adentros acordándose de la frase del abuelo para seleccionar negocios a prueba de idiotas, “[…] tarde o temprano alguno acabará haciéndolo”.
El abuelo, siempre el abuelo. El abuelo de Omaha. El viejo Kosto de Hungría. Y tantos otros que habían ofrecido al mundo su sabiduría labrada a base de contundentes golpes, no sólo empresariales, sino familiares. Esa sabiduría a la que consagraron sus vidas, y de rebote las de los suyos más cercanos. Mendilucía sabía que nunca la lograría. Contrariamente a lo que todo el mundo pensaría, a él no le importaba. Todo en la vida era una cuestión de precio, de pagar lo que vale. Y no siempre es en dinero, que es lo más barato, también en relaciones, en miradas de respeto y de desprecio, en la aceptación de uno mismo en la soledad, sabiéndose alineado con su vida.
Carles notó que Jorge estaba perdiendo concentración, y de forma suave volvió a llevarlo al camino. La sensación de descender hacia el suelo y vaciar la mente le hizo pasar a un estado neutro. No había nada más durante lo que le pareció a Jorge un instante muy breve.
El maestro ilustre, le pidió a Jorge si podía volver en dos horas, quería tener la conversación, pero le preguntó si le vendría bien que se pospusiera a la noche. Por supuesto Mendilucía aceptó, se dieron un abrazo, y quedaron en verse a la noche.
Conforme cerraba la puerta, y pensando en sus múltiples amigos con recientes contactos, un nombre llegó a su mente.
Pelayo Bär… Aquel estúpido nombre del que tanto se burlaban en la juventud, era la terrible ocurrencia, que su padre sueco había tenido , al su madre asturiana dar a luz a su amigo.
Pelayo fue y era en esencia, un hombre brillante. Cabezón hasta el extremo, extraño y huraño para muchos, inclusive a veces para el mismo Mendilucía, Pelayo era una versión mejorada de los ojos del Guadiana. Nunca podías conocerlo, sólo podías ver que aparecía y desaparecía, haciendo imposible construir un edificio en su tierra. No por ello menos querido, Jorge siempre lo consideró un amigo, aunque le apenase que fuera tan difícil que abandonase su artificial caparazón por siquiera unas horas. Podría decirse, que construía de si mismo una imagen inexpugnable, que dejaba entrar a sus amigos sólo hasta el rellano.
Mendilucía esperaba que eso cambiase, pero a su edad ya había aprendido que los hombres son los hombres y que no se puede forzar lo que no puede ser, por lo que se conformaba con los grandes ratos que pasaban juntos. También sabía que a menudo hay grandes amigos cuya alma es libre, y no se puede, ni se debe, recluirla en espacios cerrados.
Lejos de darse por vencido, Mendilucía seguía intentando conocerlo mejor y aprender junto a su amigo, con quien compartía largas charlas de inversión. Años atrás, grandes tardes quedaron para el recuerdo en El café de los libros, donde con Valdetorres, hablaban de lo humano y lo divino, de las historias y de las inversiones, con esa visión tan particular que siempre sabía infundir a las cosas.
Decidió llamarlo y conversar un rato con él. El señor Bär, nunca defraudaba.