El legado común. Una semilla que nace

Cuando sonó el timbre de la puerta, Edmundo Saelices dio un respingo y a punto estuvieron de caérsele de las manos los pequeños engranajes. Los depositó sobre la mesa de trabajo en aparente desorden y caminó hacia la puerta. Al otro lado le esperaba Mendilucía, con la misma mata de cabello plateado que lo había acompañado durante las últimas décadas, quizás había algún surco más en torno a las comisuras de sus labios, pero permanecía tan lozano como siempre. Edmundo se preguntó si su amigo habría conseguido de alguna forma invertir el irrefrenable girar de los engranajes del tiempo.
Se encogió levemente de hombros, como si con ello pudiera a su vez sacudirse algunos años y lo invitó a pasar. Edmundo se armó con una damajuana y los dos se sentaron en la veranda sujetando unos vasos de vino escanciados por la mano todavía firme del relojero. Al brindar adivinó un leve rictus en el rostro de Mendilucía. Temió que al vino le hubiera sucedido lo que a muchos inversores, que de tanto esperar la gran ocasión desperdiciaron sus mejores años.
Fuera así o no, ambos recordaron tiempos, viejos y nuevos; hablaron y callaron, compartiendo silencios mientras observaban como languidecía el día. Finalmente Mendilucía le contó a su amigo el proyecto que le movía, así como las tres preguntas que ya había formulado en sus visitas anteriores.
No eran preguntas vanas, y Edmundo comprendió que más valía una respuesta tardía que una mala respuesta. Pidió tiempo a su amigo, se despidieron y regresó a su cuarto de trabajo a armar aquel reloj que había dejado diseminado horas atrás.
Pero los efluvios del alcohol, o la turbación que le había producido la inesperada visita le impedía concentrarse en la tarea. Levantó la vista y observó la foto amarillenta que pendía de la pared. En ella se veía a un Saelices casi niño, con un polvoriento uniforme militar, dos humildes alpargatas por calzado y un ridículo birrete que solo servía para ofrecer mejor blanco a los tiradores marroquís. Junto a él otros soldados, voluntarios forzosos también, y ante todos el veterano sargento Rovira, de tez requemada, negras patillas que incluso en esos tiempos eran excesivas y ojillos pequeños y hundidos. De sus labios colgaban precariamente los restos de un cigarrillo que se resistía a ser consumido. Al fondo y abajo se veían edificios bajos y blancos: el perímetro de Sidi Ifni. En el cielo aparecía suspendido un viejo Heinkel, como derretido por el calor que surgía de la arcilla reseca a los pies de los soldados.
Edmundo aún recordaba muy bien aquellos días de su juventud, todas las penurias que pasó en aquellas tierras desoladas, cercado junto con otros chiquillos en un lugar del que unos meses antes ni conocían su existencia. Eran los primeros días de la guerra que no era guerra para el Generalísimo, pero dónde los jóvenes morían igualmente.
Sacudió la cabeza y trató de volver a fijar su atención en aquellas ruedas dentadas que le esperaban sobre la mesa, mientras la primera de las preguntas de Mendilucía le rondaba incansable: ¿Qué hace que las compañías sobrevivían varias generaciones? ¿Qué hace que algo sobreviva el desgaste del tiempo y de la competición, de la lucha? En verdad no lo sabía.
Siguió manipulando el mecanismo mientras su pensamiento se filtraba entre las pequeñas piezas y remontaba la corriente del tiempo hasta más de medio siglo atrás. En el instante en que el viejo Rovira posaba indolentemente para la cámara ya hacía muchos años que había corrido en Annual, luchado en la Batalla del Ebro y ensuciado sus botas patrullando las tierras rojizas del Ifni. Lo habían intentado ascender varias veces, pero jamás había aceptado.
¿Cómo había hecho para sobrevivir a todos esas atrocidades un viejo sargento chusquero? Una noche en que la horrible absenta que acostumbraban a trasegar en los ratos muertos había hecho especial mella le preguntó al sargento cómo había conseguido sobrevivir a tres guerras, esperando un detalle, una clave que le pudiera ayudar a salir de allí tan entero como había venido.
– Tuve suerte – fue su lacónica respuesta.
– ¿Cómo suerte, mi sargento?
– Si, suerte. Suerte de no coincidir nunca mi cabeza y la metralla en el mismo sitio – dijo mientras apuraba otro trago.
Bien, podía ser suerte, pero debía haber algo más. Rovira sabía distinguir en un segundo si les estaban bombardeando con un mortero del 60 o del 81, si les disparaban con un Mauser o un Carcano. Sabía cuándo estaban a tiro y cuando los disparos eran poco más que fuegos de artificio. En definitiva, era bueno en lo suyo. También era consciente de lo que no sabía hacer, y por eso no lo intentaba. De ahí que rechazara cualquier ascenso. Edmundo se rio para sus adentros: ese viejo conocía ya el principio de incompetencia de Peter antes de que al propio Peter se le ocurriera. Tal vez su clave secreta fuera hacer unas pocas cosas bien y dejar el resto para otros. Y suerte, claro.
Edmundo se sorprendió a si mismo inmóvil con la vista fija sobre el complejo mecanismo. ¿Cuánto tiempo llevaba así? No estaba más que divagando, y mientras tanto tenía pendiente hallar respuestas para Mendilucía. La segunda era si había alguna forma de identificar a las futuras empresas supervivientes. ¿Cómo podía saberlo? Eso era imposible. El reloj que tenía en sus manos en su día fue una maravilla de la técnica, un lujo al alcance de pocos. Ahora seguía siendo lo segundo, pero si en ese momento hubieran estado allí los nietos de Mendilucía le habrían dicho – con razón – que aquello era una reliquia inservible. Una pieza para coleccionistas, carente de todo valor práctico. Y la empresa que lo fabricó tan difunta como su mismo fundador.
Con un suspiro, acabó de encajar la última pieza, dio cuerda y oyó con satisfacción el tenue tic-tac-tic-tac del reloj. Se quedó absorto con la rítmica del sonido…
Rovira dijo de aquel brigada que era una bomba de relojería; no tenía dudas de cómo iba a acabar, solo faltaba saber el cuándo. Era de ese tipo de gentes que se creen capaces de todo, sin límites y que lo acababan encontrando de la forma más súbita e inútil, al asomar la cabeza fuera de la trinchera, juguetear con la peligrosa granada Breda o subirse al capó del vehículo binoculares en mano como un remedo del mariscal Rommel. Decididamente no se podía saber quién sobreviviría, pero sí que se podía intuir quién estaba corriendo derecho a su destino. Si las empresas estaban constituidas en última instancia por personas, tal vez no fueran tan distintas las empresas de las personas, pensó Edmundo.
Se quitó las gafas; un incipiente dolor de cabeza latía amenazante. Ya había revivido demasiado por hoy; la visita de Mendilucía había sido un torrente inundando la apacible cárcava de su conciencia. Se estiró en la silla y pensó en la tercera de las preguntas, en qué era lo que había aprendido en su carrera inversora.
Cerró los ojos mientras se frotaba las sienes. En la penumbra sus pensamientos vagaron de nuevo hasta una noche en la que la luna no era más que un fino hilo y la niebla surgía de la misma tierra. Cactus, matojos y tiradores se confundían en formas fantásticas a menos de treinta pasos. Precisamente entonces les tocaba patrulla y un Rovira malhumorado lo cogió por el hombro y lo miró con sus inquietantes ojillos ratoniles: “Saelices: paso corto, vista larga y mala leche. ¿Entendido?”.
Edmundo asintió al instante; el sargento no era hombre para andarse con vacilaciones. Se agachó a ceñirse las alpargatas mientras se preguntaba que quería decir exactamente con lo de mala leche.
Esas tres órdenes las rememoraría muchas veces a lo largo de su vida, inversora o no. Los pasos cortos y medidos, sabiendo dónde pisas. La vista mucho más allá, hacia delante, nunca hacia abajo. Y por último la mala leche. Con veinte años no lo podía saber aún, pero los reveses de la vida le enseñaron que Rovira tenía razón. La mala leche o se trae de casa o te entra a hostias. En el Sahara más valía salir del cuartel con ella puesta.
Edmundo se levantó de la silla, caminó de regreso hasta la veranda y se recostó en el banco de teca que había compartido unas horas antes. La luna brillaba sin pudor, blanca y redonda en lo alto del cielo nocturno, bañando las colinas colmadas de pinares que llegaban a morir al Mediterráneo. No sabía las respuestas a las preguntas de Mendilucía, pero decidió que le contaría la historia del sargento Rovira.
Aún quedaba una cuarta pregunta, a su elección. Mientras sentía la agradable sensación de ser vencido por el sueño saboreó las palabras de un sabio danés de pelo y alma agitados: “La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia delante”. ¿Y si el pensador estaba equivocado? – se preguntó Edmundo – ¿Y si mi vida como inversor solo puede ser comprendida hacia delante?
La luna siguió trazando su arco en el cielo, ajena a las hueras disquisiciones de los mortales.

15 Me gusta