El legado común. Una semilla que nace

La capacidad de abstracción del señor Mendilucía, era digna de mención. Para exasperación de su mujer y su entorno más cercano, Jorge Mendilucía, era capaz de estar con el cuerpo presente y el alma ausente, viajando por nubes de pensamiento que sólo él conocía…y disfrutaba.

Aquella mañana, el señor Mendilucía se encontraba sentado en la terraza del pequeño café del pueblo costero. Los ruidos de un matón de barrio de cinco años, amedrentando a sus dos compinches, pasaban del todo desapercibidos para él. Su mente, se encontraba evocando la inercia de las compañías que había conocido en su vida. Esto, que para la mayoría de las personas que llenaban la plaza, les hubiera parecido algo insulso y carente de sentido, para este señor que ya pasaba de largo las ocho décadas, con su pelo canoso, del color del aluminio cepillado que se usa en la industria y su elegancia en el vestir y en el pensar, se le antojaba como el descubrimiento más apasionante que había hallado en su vida adulta.

Al Jorge joven, nunca le gustó beberse el café lentamente. Rara vez realizaba más de tres tragos para tomárselo. Su vida temprana, corrió como un reguero de pólvora, alternando momentos de extrema pasión en los placeres, con épocas de relativa tristeza que le hacían sentirse culpable, por no ser capaz de valorar lo que tenía. Extremo en sus gustos y opiniones, el joven Jorge ansiaba el conocimiento, y sobre todo la independencia. Saberse fuerte, era algo importante para un hombre que ,en ocasiones, sentía miedo. Un miedo injustificado y silencioso. Una tragedia mundana. Un uso equivocado de la imaginación, que le hacía ver cosas que no estaban allí, pero que a él le rondaban. Cosas que no habían pasado, que contenían un pequeño ápice de verdad, y una gran dosis de imaginación. Ya hemos dicho que al señor Mendilucía le encantaba abstraerse y proyectar escenarios. Buenos y malos.

Un balón impactó en su pierna, y le hizo aterrizar de nuevo en la mesa. Miró el café intacto y disolvió el azucarillo con rítmicos movimientos de cuchara. Profundamente regresó a sus ensoñaciones. Recordó todas aquellas empresas que habían sobrevivido a cambios generacionales, al devenir de los tiempos y las mareas del destino¿Qué hacía que aquellas compañías sobrevivieran? Esa pregunta siempre le llevaba a visitar los lugares comunes de su trayectoria como hombre de negocios.
Había compañías con líderes carismáticos, y las había sin ellos. Otras hacían cosas sencillas, realmente sencillas. Sin embargo también halló otras con productos complejos. Todas sobrevivieron a la erosión del constructor y asesino de compañías y seres. El tiempo.

¿Qué era por tanto lo que haría que las compañías sobreviviesen? Siguió apurando su café y tomó una decisión. Durante las siguientes semanas , visitaría a varios de sus amigos. Algunos los conocía bien. Otros habían fallecido, pero guardaba sus textos que publicaron en el último reducto de la elegancia financiera. Todas aquellas interacciones, se conectaron de pronto en una sinapsis continua que fluía acompasadamente en la mente del ahora extasiado señor Mendilucía. Una sensación de euforia recorrió su cuerpo.
Aquí y ahora, se sentía bien. Por fin, había roto el bloqueo que le impedía consumar su mayor abstracción. Esta vez lograría descender a las profundidades para saber si había un elemento común, un mapa del territorio, una piedra roseta que le guiase en el camino.

A él la vida le había tratado muy bien. Había logrado invertir con cabeza y disfrutar de una vida placentera. Ahora quería dejarle un regalo a su nieto. El mejor regalo que le podría hacer antes de abandonar su mundo. Escribiría un libro, con el resultado de las conversaciones de sus amigos. Su objetivo sería ese. Tampoco se negaría a hablar con ellos de la vida y de la filosofía que mueve el mundo con esa melodía silenciosa, que pasa inaudible gran parte de nuestro tiempo, y que cuando oímos, le damos el nombre de felicidad.
Todo eso le dejaría en legado. Ahora sólo faltaba visitar a un amigo cada semana. Nunca le gustó detallar las rutas minuciosamente. Él sabía dónde quería llegar. El camino se movería abriéndose paso como el agua al derramarse sobre el suelo.

Se levantó de la mesa, pagó su café y se dirigió hacia el extremo del pantalán. Sacó su teléfono y buscó en la agenda el nombre de aquel buen amigo.

-¿Diga?- Sonó aquella voz metálica , herrumbrosa por el paso de los años.
Una gran paz le invadió. Al fin estaba en el camino. Y de aquellas llamadas, surgiría un libro. Su regalo para su nieto.

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Siento cierta nostalgia por los tiempos renacentistas en los que un genio era capaz de destacar en artes y ciencias muy diversas, esa época en que realmente ni siquiera se las concebía como entidades separadas. Era el saber, entendido como un conjunto; pero ahora corren otros tiempos: estamos en la época de la especialización, para bien o para mal.
Algunos aún piensan que el científico del siglo XXI es como el Dr. Frankenstein, un sabio con un toque de locura y un toque de genialidad, capaz de lanzarse a la empresa más ambiciosa por sí solo y llevarla a cabo. Por desgracia eso no es más que un arquetipo romántico; nadie en nuestros días puede llevar a cabo una tarea ambiciosa por sí solo. Necesita apoyarse en otros especialistas y en el ámbito de la inversión no es distinto. ¿Alguien cree que es posible conocer en profundidad los entresijos de la inversión basada en fundamentales, y la inversión cuantitativa, y el factor investing, y el manejo de derivados, de la volatilidad, el análisis de fondos de inversión y ETFs…? No, cada inversor, por más empeño que ponga, solo llega a tener una visión parcial del complejo panorama. Si los amigos del señor Mendilucía consiguen aportar cada uno su punto de vista particular y original es posible conseguir una obra coral donde al final se consiga una visión completa de mayor valor que la simple suma de sus partes. Le queda mucho trabajo por delante, pero a buen seguro que ese es el mejor regalo que puede ofrecer a sus nietos.

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-Hola Jacobo ¿como estás? - respondió Mendilucía.
De inmediato , la voz de Jacobo tomó un tono jovial , alegrándose profundamente de la llamada.
Estuvieron hablando durante un rato sobre trivialidades y riendo a carcajadas con las ocurrencias de Jacobo.

Jacobo Valdetorres había sido y era lo que se definiría como un hombre auténtico. Navegando siempre entre una afilada inteligencia, un sentido del humor rápido y mordaz y un ligero deje de tristeza que a veces asomaba y uno no sabía muy bien de donde venía. Él era su amigo, y lo había sido durante gran parte de su vida. Jorge lo admiraba y no era extraño que el tiempo se extendiese cómodamente, en sus conversaciones telefónicas. Una sensación de familiaridad impregnaba estas charlas, incluso cuando extensas lagunas de tiempo mediaban entre ellas.

-Necesitaría verte, hay algo con lo que me vendría bien que me ayudases - dijo Mendilucía, tras los habituales chascarrillos y lanzas afiladas que se solían lanzar a modo de la camaradería de dos viejos lobos de mar.

-Claro, no hay problema, pero ya sabes que tendrás que venir a verme. Lamentablemente, no puedo salir de aquí-

Jacobo estaba ingresado en una residencia de ancianos. Su avanzada edad, unida a una vida de excesos , lo había dejado inválido y con frecuentes achaques. Gracias a las inversiones que este les había proporcionado a sus hijas durante su vida, estas pudieron pagarle una preciosa residencia en la costa mediterránea. Aunque a voces siempre que hablaba con sus amigos, se oponía frontalmente a la idea, lo cierto es que aquel viejo verde, estaba encantado de estar allí y podría decirse que llamaba a aquel lugar, su hogar.

-El miércoles a las siete de la tarde estaré allí, un abrazo, amigo - fueron sus últimas palabras antes de colgar.

Mendilucía pensó en las extrañas circunstancias en las que conoció a Jacobo. El tiempo y el espacio, a menudo giraban en derivadas infinitas, con un rítmico movimiento fractal, que expandía y contraía las vidas de las personas, hasta hacerlas coincidir en los puntos menos pensados. A él siempre le fascinó esto. ¿Porqué en un momento determinado y no en otro? .

Hacía casi cincuenta años que se conocían. Cincuenta años de amistad sincera. Un mundo y muchas vidas cruzadas mediante.

Los días pasaban, y Mendilucía pensaba en qué preguntas debía formularle para que Jacobo le ayudara en su singular desafío. Si eran demasiadas, se perdería en los detalles. Si eran muy pocas, quedaría mucho por decir.

Tras mucho pensarlo decidió que serían tres y una pregunta que le dejaría hacer a su amigo. Con esto, algo se acercaría a donde quería estar.

-¿Qué hace que las compañías sobrevivan varias generaciones?
-¿Hay alguna forma de identificar a las futuras supervivientes?
-¿Qué has aprendido tras una larga y fructífera vida inversora?

Como en las buenas historias, sabía que las sorpresas aguardaban. Decidió por ese día cerrar los ojos, y esperar que la carta, llegase a su destino…

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Jacobo, absorto en la oscuridad de su cuarto, sentía el salitre del mar que se filtraba por todos los rincones del otrora palacete ahora reconvertido en geriátrico de semi-lujo. Siempre había sido una persona con una profunda inseguridad, sobre todo de joven, que era totalmente transparente a la gente que le conocía, oculta tras un barniz de arrogancia que pocas personas lograban traspasar. Esta inseguridad se transformaba en una dependencia a veces insana; necesitaba que el mundo girase a su alrededor y lanzaba sus tentáculos sobre todo aquel que le quisiera prestar atención. El Kraken sin embargo hacía tiempo que se había sumido en las profundidades del océano, ese océano que batía sin descanso contra los acantilados que formaban el límite este del geriátrico. Jacobo, merced a su avanzada edad, estaba empezando a confundir sus ideas con la realidad, si es que tal confusión es realmente algo que la edad acrecienta. No le importaba ya el no estar todo el día conectado a esa maraña de dispositivos y de información que no hacían sino turbar el conocimiento de las jóvenes y no tan jóvenes generaciones. El ansia de leer, conocer y saber se había transformado en una paz un tanto impotente por sus incapacidades físicas pero a la vez en una sensación de plenitud, de luna llena en mitad de la noche que desnuda las sombras y convoca licántropos. Jacobo ya se satisfacía con paladear las diferentes rutas por las que había deambulado en su búsqueda del conocimiento. Consciente, aunque no del todo conforme con la merma de su capacidad cognitiva, estaba ya intentando, a trancas y barrancas, reunir las últimas chispas que circulaban por sus agotadas sinapsis, como diría su pedante pero gran amigo Jorge Mendilucía, a la manera en que el moribundo o el orate tienen una fugaz mejoría antes de llegar El Momento, en un esforzado intento de activar por una última vez su legendaria capacidad de síntesis y dejar al menos algún resultado, aún minúsculo, en respuesta a ese diabólico desafío al que hacía décadas que se había enfrentado.

Ahora ya no le preocupaba que se pudiera desvelar el secreto de ese esquivo Santo Grial que no había logrado encontrar. Sus hijas, el verdadero orgullo de su vida, habían logrado interiorizar esa intuición que llevaba a Valdetorres a diseñar mecanismos y sortilegios para si no encontrar oro, sí tamizar alguna que otra pepita en el río frío, húmedo y tremendamente muerto en el que se habían convertido los mercados financieros. Ese río esquilmado por toda suerte de charlatanes y desaprensivos que no habían cejado en envenenarlo a cualquier precio, pues aquí lo que importaba no era encontrar pescado sino vender inútiles anzuelos que sólo servían para pinchar a todos los ingenuos bobalicones que confiaban en la vana pompa y falsa competencia de estos tristes personajes que lastraban a la sociedad. El tema de sus hijas había sido bastante sorprendente. Valdetorres, siempre intentando avasallar con el ímpetu que tantas conquistas sexuales le había granjeado - al contrario que su gran amigo Mendilucía no tan agraciado en esas lides - había intentado llegar directamente al cerebro de las entonces jovencitas de forma directa y sin andar con rodeos. La bofetada de la indiferencia todavía le dolía en la mandíbula. Años de cocinar exquisitas paellas alicantinas le tendrían que haber enseñado que como el arroz, las cosas tienen que cocer al fuego justo, ni más ni menos, pues el intento de acelerar lo que no está listo lo único que hace es que el grano se arrebate y se queme. La cosa sin embargo floreció a su manera cuando tenía que hacerlo y ahora ya las semillas al principio ariscas habían germinado en árboles que iban dando sus frutos sin excesivas alharacas, pero con la libertad del árbol que supera las sombras de los demás para buscar la luz y crecer sólido pero a la vez flexible como un junco.

Fue sumido en estas reflexiones cuando recibió la misiva de Mendilucía, que siempre organizado y perspicaz, estaba llevando el gran proyecto de forma óptima y de acuerdo a un plan que seguramente llevaba trazando y afinando durante meses si no años. Mendilucía tras todo ese porte señorial conservaba la humildad de ese raro intelectual que es consciente de sus limitaciones y a la vez en lugar de sufrirlas como debilidad se impulsa en ellas dotándole de una potencia que se entrega libre pero controlada, como los mejores diseños de los motores mecánicos, ya totalmente descatalogados más allá del coleccionismo, que habían sido disrrumpidos (siempre odió esa palabra) por los nuevos motores eléctricos en los que mucha gente nunca creyó, de esos motores mecánicos a los que se sintió tan cercano en otra vida, en esa brillante carrera profesional que tantas satisfacciones le había dado, sin ser el más listo, sin ser el más brillante científicamente hablando, pero con una capacidad de liderazgo y de ejecución como nadie que Valdetorres jamás hubiera conocido.

Jacobo estaba encantado de recibir la visita de su, para qué vamos a negarlo, hermano, ese hermano de elección que era Mendilucía. Pero, como siempre, Jorge no se lo ponía fácil, y para evitar que Jacobo se durmiera o empezara a desvariar e irse por los cerros de Úbeda, le había mandado una cartita con la esencia de la fase del guión que estaba ejecutando. Jacobo ya no era el presuntuoso que solía ser de joven, y era consciente de que el detalle de las preguntas era algo que no ya ahora por el mencionado declive cognitivo consecuencia de su avanzada edad, sino en todo caso incluso en el momento del cénit de su intelecto, habría podido cincelar, esculpir y definir con la precisión que sus amados números siempre le habían otorgado. Pero sí que podía darle ese granito de arena que junto con otros más permitirían al “joven” Mendilucía armar su obra maestra que sin duda transmitiría a las siguientes generaciones de cognoscenti.

¿Cuál era la razón de la supervivencia empresarial? Pues esta no es pregunta baladí, pues por definición está afectada por el maldito sesgo de supervivencia, pero igual que en la vida misma, Jacobo intuía que la cultura y la adaptabilidad eran atributos sin los que era imposible lograr esa longevidad. No obstante siempre tendría el convencimiento de que por muy poca probabilidad de que se de una cierta combinación de factores, siempre hay alguna que se da, y es posible que vivamos en la vana ilusión talebiana de la falacia narrativa, cuando por mera probabilidad siempre tiene que haber un Buffett o un Soros multimillonario por muy bonito que sea su discurso. Este era prácticamente el único atisbo de luz que Valdetorres iba a estar en condiciones de aportar a su amigo, aunque a buen seguro cuando viniera a visitarlo sabrían establecer juntos quién de los de la cofradía antaño tan cercanos físicamente y ahora en la distancia tan próximos intelectualmente, podría seguir ayudándole en su epopeya culminatoria. Y asi inconscientemente estaba Valdetorres también contestando a la tercera pregunta, matiz este que años atrás no se le habría escapado. Valdetorres estaba bastante seguro de cuál sería el siguiente conjurado al que Jorge debía de acudir, el singular y brillante relojero Edmundo Saelices, experto en armar los sutiles mecanismos que soportaban esas ruedas dentadas que otrora se utilizaban como único recurso para medir el tiempo y ahora sólo eran un lujo, pura belleza de coleccionista…

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CAPITULO 2. Viejos amigos se reencuentran.

Dicen que grandes viajes empiezan con un paso. Aquella mañana, Mendilucía se había levantado con el ánimo especialmente elevado, la sensación de estar en el camino, le reconfortaba y le envolvía una fuerza, que a su edad creía ya perdida, o lo que era peor, olvidada.

Con este estado de ánimo, se levantó, se preparó el café que como dijo, prácticamente ni saboreaba y se dirigió a su estudio acristalado. La casa de Mendilucía era un viejo caserón en lo alto de una montaña con vista a los acantilados mediterráneos. La combinación de amplios ventanales, con el uso de la madera y el acero corten oxidado, le daban un aspecto moderno, aunque en cierto modo atemporal. Los arquitectos le instaron a que olvidase la madera, teniendo en cuenta el desgaste del ambiente marino tan próximo, pero para Jorge ciertas cosas eran irrenunciables, se diría incluso que arraigadas en su yo interno de una manera casi tribal.

Con paso lento, recorrió su estantería repleta de libros amontonados hasta llegar a la sección de vinilos, donde sus viejos dedos fueron separando disco tras disco, hasta encontrar la portada del que buscaba.

Mañana, miércoles, había quedado con su buen amigo, el viejo loco Valdetorres, al que quería como a un hermano. Sin embargo, hoy tenía todavía trabajo por hacer. Debía localizar al “joven” Joaquín Mondelez, aquel músico que había alcanzado una fama meteórica elaborando bellas sintonías que ahora inundaban el iluminado estudio.

Muy pocas veces coincidió con Mondelez en vida, pero de alguna manera, veía reflejados ciertos rasgos en él, y tenía la percepción de que habían fraguado una buena y sólida amistad.

Sin pensarlo dos veces, marcó el número en su móvil.

Una voz más joven que la suya sonó al otro lado del teléfono, ambos se alegraron mucho de volver a hablar después de largo tiempo. Tras las salutaciones, Mendilucía sentenció:

-Verás , tengo un proyecto rondándome la cabeza y necesito tu ayuda,

Los grandes viajes empiezan por un paso. Pero eso ya lo he dicho, por lo que ahora estamos ya en el segundo…

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Hoy le costó un poco más de la cuenta levantarse de la cama, a los frecuentes dolores en las extremidades que toda la vida habían acompañado a Joaquín Mondelez, se sumaba el malestar en la espalda que producía el reciente cambio de colchón en el que tantas horas le gustaba tumbarse a pensar con su almohada. No en vano, Joaquín había sido siempre hombre de costumbres, reacio a los cambios. Siempre cascarrabias, puso los pies en el suelo pensando en qué momento había decidido despedir a su antiguo colchón. Si aquel viejo colchón allá donde estuviera pudiera hablar, contaría mil y una historias no aptas para los más pequeños.

Ya en pie, sin salir de su habitación que compartía con su vieja tetera, llenó su desquebrajada taza con agua hirviendo y sumergió las hierbas secas del té al que se había acostumbrado tras sus frecuentes viajes al sur de Francia. Los recordaba con cierta nostalgia, pero formaban parte de una vida ya pasada, de la que había decidido despedirse hacía ya un tiempo. A veces se perdía mirando hacia atrás en su memoria, pero la vida le había enseñado que mirando hacia delante todavía quedaban, quizás, los mejores momentos por descubrir.

Con la mirada fija en el horizonte, a través de su ventana podía ver multitud de distintos tipos de árboles, rodeados por destellos brillantes que los primeros rayos de luz de la mañana proyectaban sobre las gotas que todavía sobrevivían a la tormenta que aquella noche les había acompañado. Mondelez siempre quiso vivir en la montaña, desde pequeño le gustó deambular entre los árboles y mirar hacia arriba, la altitud a la que podían llegar algunos de aquellos solemnes seres vivos le servían de inspiración. Su padre le enseñó que, con unas fuertes raíces, en suelo adecuado y con la paciencia suficiente, los árboles podían crecer tan alto hasta confundirse con las nubes. Mondelez también quiso llegar alto, y a sus 75 años estaba si no alto, donde quería estar y con quien quería estar.

Dejó la taza, todavía caliente pero ya vacía, y se dirigió a la planta de abajo. Aquel era un día especial ya que sus nietos iban a pasar el fin de semana a la casa de la montaña del abuelo, y de todas las cosas que más amaba en la vida, tocar el piano para sus pequeños era con diferencia lo que más placer le producía. La música le había acompañado siempre por todos los lugares que había recorrido, dando conciertos en los más elegantes salones. Tantos amigos conservaban todavía los viejos vinilos que grabó.

Siempre amó la música, tanto como los números. Joaquín siempre fue ducho con los números a los que dedicó su tiempo libre. Avezado en descifrar todo tipo de complejas estructuras, componía sus propias piezas musicales con las que luego deleitaba a intelectuales en todos los rincones de Europa. Tipo raro y un tanto introvertido, siempre haciendo volar su imaginación, curioseando todas aquellas empresas que se cruzaban en su camino, amante de la inversión, disfrutaba viendo el transformar de los números con el paso del tiempo, como un director de orquesta que al mando de su batuta hace bascular a cientos, miles de personas, cambiando el devenir ya no solo de la empresa si no de la misma sociedad, llevando a los números a cobrar vida. Acompañando a los mejores directores de orquesta, Joaquín había conseguido como los árboles alcanzar las nubes más altas.

Su distracción se interrumpió con una música familiar que le hizo volver a la realidad. El teléfono estaba sonando, cuando no solía hacerlo pues poca gente tenía su número, tras haber compartido espacios con tanta gente a lo largo de su vida, su dirección y nuevo número habían quedado compartidos únicamente con la gente más cercana. Sacó el teléfono del bolsillo de su chaqueta que colgaba del respaldo de una silla, no pudo creer cuán agradable sorpresa le deparaba.

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.
.

-(…)

-Verás, tengo un proyecto rondándome la cabeza y necesito tu ayuda

-Sabes que siempre puedes contar conmigo viejo amigo

Joaquín sabía que las llamadas de sus amigos de la costa nunca resultaban infructuosas, una vez más deseaba volver a probar el dulce placer de la compañía con la que tantos éxitos había compartido a lo largo de su vida.

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Estuvieron hablando durante horas. La charla con Joaquín siempre había sido apasionante, pues sabía transmitir en sus palabras un entusiasmo y entrega, propias de quien realmente disfrutaba con lo que hacía.

Tras plantearle el reto , Joaquín aceptó encantado y acordaron que le enviaría sus reflexiones en una carta, a la antigua usanza, y que tras ello, quedarían para comer y establecer un diálogo entorno al contenido de la misma. Dado que Valdetorres era un amigo común, decidieron que los tres se verían en una ciudad española, para poder debatir largo y tendido.

La parte que más le gustó a Joaquín, fue la de formular la cuarta pregunta. Sin duda, siempre fue diestro en lanzar las preguntas certeras en los momentos precisos.

La conversación fue interrumpida cuando alguien llamó a la puerta. Ambos amigos quedaron en que muy pronto volverían a hablar. Quien sabe, quizá Joaquín rememorase aquellas inversiones en empresas componedoras.

Tras colgar, Mendilucía se levantó y con paso decidido abrió la puerta. Acababa de llegar su buen amigo Carles Bhattacharya, un maestro ilustre, catalán de padre hindú, que ayudaba a Mendilucía con sus clases de meditación guiada.

Carles había recibido la llamada, y se desplazó a casa de Jorge para hablar de la meditación, la inversión y responder a las preguntas planteadas.

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– Hola Jorge, me alegro de verte. Dijo Carles mientras estrechaba con fuerza la mano de su viejo amigo y una sonrisa se dibujaba en el rostro de ambos.
Y era verdad. Se alegraba realmente de disponer de otra oportunidad para verse y disfrutar de otra conversación sincera. A su edad ya no aspiraba a mucho más, los placeres terrenales hacía mucho tiempo que habían quedado atrás. La vida, sin prisa pero sin pausa, se los había ido arrebatando uno tras otro. A sus 92 años, sabía que el fin estaba cerca, pero precisamente por eso, disfrutaba como nunca de estos encuentros, con quienes desde hacía ya mucho tiempo, eran sus amigos.
No pudo evitar pensar en las preguntas de Jorge. La inversión, siempre la inversión. No recordaba ni un solo encuentro en que no acabaran hablando de compañías. De fosos y ratios. De estrategias e inversores, de narrativas y números, de probabilidades y riesgos. De aciertos y errores, de pasado y futuro. Buscando siempre la fórmula mágica: Ese algoritmo perfecto, con todas las variables necesarias para que funcionase bajo cualquier circunstancia. El santo grial.
¿Por qué les apasionaba tanto la inversión? Carles aún se preguntaba cómo era posible que un yogui como él, instruido en el desapego por todo lo material, se sintiera tan atraído por ella. Al principio, pensaba que se trataba tan solo del medio que la divina providencia le había dado para cubrir sus necesidades materiales. Nada especial, un trabajo más donde intercambiar tiempo y esfuerzo por dinero, como había hecho en innumerables trabajos anteriores. Pero ahora sabía que no, no era un trabajo más. Su verdadero trabajo era meditar un mínimo de hora y media cada día (y cada día era CADA día), esa era la clave de todo. Esa era su fórmula mágica y su santo grial. Ahí nacía todo lo que después era tan valioso a la hora de invertir: La intuición para saber que compañías escoger, la valentía para apostar fuerte por ellas, y la confianza para aguantarlas en los momentos difíciles que siempre acaban por venir.
Lo demás era secundario para él, simples complementos de una decisión que nunca nacía en los fríos datos, sino en la quietud de lo más profundo de su ser. Jorge progresaba rápidamente y estaba cerca de descubrirlo.

  • Antes de entrar en materia con las preguntas ¿qué tal si meditamos un rato?
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Le costaba mucho mantener la atención en un punto. Su mente, se alejaba y acercaba de un modo totalmente aleatorio. Sus esfuerzos para mantenerla inerte, agravaban todavía más la doma de aquella bestia salvaje.

El tiempo y las sesiones con Carles, habían ido enseñándole que dejar ir, era sin duda algo necesario de aprender. El desapego, la firme creencia en que nada se tiene y que poseer, es ser poseído, habían sido pequeñas islas donde recalar cuando el desasosiego llegaba. Mendilucía sabía que no tenía nada. Todo cuanto le rodeaba eran préstamos temporales que le habían sido dados, y por los que debía sentirse terriblemente agradecido. Algunos como el dinero, le preocupaba perderlos, nunca fue hombre de autoengaños y sabía que no podía negarlo. Otros como lo que realmente quería, le aterraba que no estuvieran y el mero pensamiento ensombrecía su mente hasta límites insospechados.

Nada es tuyo, acéptalo. En más de una ocasión tenía que recordárselo a si mismo.

Su mente consciente, captaba las palabras que recitaba Carles de un modo rítmico y pausado. Eran una pequeña parte de los millones de bits de información que su mente inconsciente recogía. La dureza del contacto de sus pies con el suelo, el mullido almohadón que usaba para amortiguar su posición. La respiración rítmica, el olor de la estancia…y tantas otras sensaciones que entraban violentamente por sus sentidos, siendo tamizadas por su mente consciente.

Otro pensamiento sobrevoló su mente, como un pájaro no esperado, y en cierto modo molesto. Siempre le encantaron las metáforas, por ser una manera de expresar conceptos complejos de manera simple. Le pareció que la contabilidad era la mente consciente, lo visible, lo palpable, lo medible.
La parte cualitativa era la parte inconsciente. Una suma de sensaciones, experiencias y percepciones que cristalizaba y se deshacía en un contínuo e inacabado movimiento.

Las empresas estaban vivas, no eran entes capturables. Podías hacer consciente una foto temporal y quizá ya pasada, pero necesitabas ver el bosque que a menudo aquellos árboles, no te dejaban ver. Tampoco podías confiar en el caballo salvaje e indomable que era la parte inconsciente, pues para domar un caballo, necesitabas estribos, y esos estribos, solo podían venir de la parte consciente, medible y contable.

Imaginaba ese bello animal como algo vivo. Un mal jinete, podía matar muchos caballos. Sonrió para sus adentros acordándose de la frase del abuelo para seleccionar negocios a prueba de idiotas, “[…] tarde o temprano alguno acabará haciéndolo”.

El abuelo, siempre el abuelo. El abuelo de Omaha. El viejo Kosto de Hungría. Y tantos otros que habían ofrecido al mundo su sabiduría labrada a base de contundentes golpes, no sólo empresariales, sino familiares. Esa sabiduría a la que consagraron sus vidas, y de rebote las de los suyos más cercanos. Mendilucía sabía que nunca la lograría. Contrariamente a lo que todo el mundo pensaría, a él no le importaba. Todo en la vida era una cuestión de precio, de pagar lo que vale. Y no siempre es en dinero, que es lo más barato, también en relaciones, en miradas de respeto y de desprecio, en la aceptación de uno mismo en la soledad, sabiéndose alineado con su vida.

Carles notó que Jorge estaba perdiendo concentración, y de forma suave volvió a llevarlo al camino. La sensación de descender hacia el suelo y vaciar la mente le hizo pasar a un estado neutro. No había nada más durante lo que le pareció a Jorge un instante muy breve.

El maestro ilustre, le pidió a Jorge si podía volver en dos horas, quería tener la conversación, pero le preguntó si le vendría bien que se pospusiera a la noche. Por supuesto Mendilucía aceptó, se dieron un abrazo, y quedaron en verse a la noche.

Conforme cerraba la puerta, y pensando en sus múltiples amigos con recientes contactos, un nombre llegó a su mente.

Pelayo Bär… Aquel estúpido nombre del que tanto se burlaban en la juventud, era la terrible ocurrencia, que su padre sueco había tenido , al su madre asturiana dar a luz a su amigo.

Pelayo fue y era en esencia, un hombre brillante. Cabezón hasta el extremo, extraño y huraño para muchos, inclusive a veces para el mismo Mendilucía, Pelayo era una versión mejorada de los ojos del Guadiana. Nunca podías conocerlo, sólo podías ver que aparecía y desaparecía, haciendo imposible construir un edificio en su tierra. No por ello menos querido, Jorge siempre lo consideró un amigo, aunque le apenase que fuera tan difícil que abandonase su artificial caparazón por siquiera unas horas. Podría decirse, que construía de si mismo una imagen inexpugnable, que dejaba entrar a sus amigos sólo hasta el rellano.

Mendilucía esperaba que eso cambiase, pero a su edad ya había aprendido que los hombres son los hombres y que no se puede forzar lo que no puede ser, por lo que se conformaba con los grandes ratos que pasaban juntos. También sabía que a menudo hay grandes amigos cuya alma es libre, y no se puede, ni se debe, recluirla en espacios cerrados.

Lejos de darse por vencido, Mendilucía seguía intentando conocerlo mejor y aprender junto a su amigo, con quien compartía largas charlas de inversión. Años atrás, grandes tardes quedaron para el recuerdo en El café de los libros, donde con Valdetorres, hablaban de lo humano y lo divino, de las historias y de las inversiones, con esa visión tan particular que siempre sabía infundir a las cosas.

Decidió llamarlo y conversar un rato con él. El señor Bär, nunca defraudaba.

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Tras colgar la llamada con Mendilucía y devolver el teléfono al bolsillo de su chaqueta, Joaquín se quedó pensativo, Mendilucía había arrojado las preguntas que ya habían sido planteadas a su amigo común Valdetorres, y ante el riesgo de que en la búsqueda de respuestas surgieran nuevas preguntas, no dejó de repetir en su cabeza las cuestiones que Mendilucía le acababa de mencionar…

-¿Qué hace que las compañías sobrevivan varias generaciones?
-¿Hay alguna forma de identificar a las futuras supervivientes?
-¿Qué has aprendido tras una larga y fructífera vida inversora?

No en vano, las inversiones que habían llevado al éxito a Mondelez fueron aquellas empresas dirigidas por maestros directores de orquesta con vistas al verdadero largo plazo. Su amigo Mendilucía había tenido el don de identificar a las empresas más longevas, tal vez inmortales, ante las cuales siempre arrojaba mil y una maneras de intentar matar, pero de estas empresas, como los grandes árboles siempre surgían nuevas ramas sobre las que seguir escalando. Mendilucía era capaz de ver más allá todas aquellas empresas que perduraban generación tras generación, pero faltaba algo.

Mondelez quedó inmerso en sus pensamientos, de nuevo cogió su vieja taza, vació las hojas secas de té y volvió a llenar de agua caliente y té verde. Cerró los ojos e inspiró lentamente el aroma de la infusión, dio un sorbo y se sentó al piano. Esta vez no tocaría una pieza conocida, sino que improvisó, desplazando sus dedos lentamente de una tecla a la otra.

Mientras escuchaba su propia composición anárquica, se repetía una y otra vez las preguntas que Mendilucía le había transmitido, pues una vez se acomodaba algo entre ceja y ceja no podía parar hasta resolverlo… ¿Qué hace que las compañías sobrevivan varias generaciones?.. ¿Hay alguna forma de identificar a las futuras supervivientes?.. aquellos entes transgeneracionales que no paraban de crecer, y que no morían, sino que se reinventaban, ¿en qué momento nacieron? ¿cómo empezó todo? Sus manos al piano empezaron a acelerar y en su cabeza empezó un nervioso desfile de nuevas preguntas.

La música se detuvo.

Con el té ya frío, en su cabeza había quedado aparcada una de las preguntas de entre todas las que surgieron, y que podía complementar el puzle de dudas que Mendilucía estaba tratando de resolver. Todas aquellas empresas capaces de durar más que una vida humana, como los árboles que rodeaban la vieja casa de montaña de Mondelez, todo tenía que surgir de una semilla, plantada en el momento adecuado y en el lugar adecuado, acompañada en su crecimiento por un cuidador efectivo. Tal vez había que viajar al origen de quien plantó tal fructífera semilla, alguien que diera todo por ver crecer ese árbol.

-¿Cómo identificar pronto a un fanático inteligente?

Esa cuarta pregunta acompañaría la lista de cuestiones que habían despertado una vez más el insaciable hambre de saber en Mendilucía.

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El clima de aquella pequeña ciudad en la parte más oriental de Crimea no le sentaba bien a Pelayo Bär. Jamás habría imaginado que pasaría sus últimos días intentando ayudar a aquellos tipos repletos de tatuajes de vírgenes e iconografía política a convertirse en aspirantes al título de campeón de los pesos pesados pero… ¿acaso no iba la vida de ayudar a otros a convertirse en algo mucho mejor de lo que es uno mismo? El devenir de sus propias circunstancias nunca había dejado de sorprender al señor Bär que en muchas ocasiones simplemente se dejaba ir. Después de tantos años pensando que siempre había querido ser historiador, había tenido que esperar a la vejez para darse cuenta de que su verdadera vocación era convertirse en algo mucho más parecido a un aventurero, al estilo de Indiana Jones, que a un académico; de modo que, de un modo casi siempre inconsciente, Pelayo prácticamente se vio obligado a emprender su propia reconquista demasiadas veces.

Entre entrenamiento y entrenamiento los chicos habían aprendido a jugar al mus para amenizar los ratos muertos en aquella península sin un dueño claro pesar de las décadas, ya transcurridas, desde la última invasión. El dolor provocado por las cuatro falanges astilladas, en la mano derecha de Pelayo, aumentaba con la humedad pero esto no evitaba que repartiera las cartas con soltura. Llegaba incluso un momento en el que, en el interior de Pelayo, el dolor mutaba hasta convertirse en una especie de satisfacción por el recuerdo cada una de las batallas disputadas.

  • Primera carta: Rey de Bastos.
    <Todas las cosas importantes habían perdido su significado de un modo tan aterrador como impredecible. Estaría dispuesto a cambiar todo lo conseguido por volver a ser tan ingenuo como en aquella primera vez y lo que era mucho peor: sabía que sus compañeros de partida estarían dispuestos a sacrificar lo que ni siquiera tenían por llegar a su posición. Había jugado, demasiadas veces, a ser un adulto en un mundo de adultos, en el que la mayoría se cree demasiado inteligente como para prestar atención a la sonrisa de un crio y había perdido. Y… solamente en la felicidad más simple estaba la respuesta>.

  • Segunda carta: Rey de oros.
    El nieto de Pelayo hacía el Spiderman con su camiseta de Spiderman cerca de la partida; pasando prácticamente desapercibido para todo el que consideraba sus juegos una simple niñería o no sentía afecto por el pequeño. El orgullo que sentía al imitar al hombre araña solo era eclipsado por el orgullo que el abuelo sentía por su nieto: un muchachito que parecía tener solo tiempo para aturullar la rendida mente de su abuelo con cientos de personajes de películas, series y videojuegos que Pelayo desconocía por completo. Esto le hacía pensar, a menudo, en que ya era demasiado viejo como para conocer las cosas importantes de la vida y en que muchos antes que él debieron tener este mismo pensamiento y en lo triste que esto era y en lo necesario de la muerte y en lo necesario del triunfo de lo nuevo. Recordó entonces aquella película de animación, en la que un niño mejicano tocaba la guitarra mientras iba en busca de un antepasado perdido en el mundo de los muertos. Y recordó como los padres lloraban en la sala del cine y como los niños reían. Y se dio cuenta del sentido de ciertas palabras, casi olvidadas, que una vez le dijo alguien, al que ya no recordaba, mientras comentaban el Quijote: las cosas eternas nos hacen, por fuerza, reír cuando somos jóvenes y llorar en nuestros últimos días. Y aunque Pelayo echaba de menos demasiadas cosas, le seguía gustando reír.

  • Tercera carta: As de espadas.
    Toda su vida había sido una lucha, sin vencedor claro, entre un nihilismo desgarrador y un optimismo casi ingenuo. Una especie de enfrentamiento descarnado entre lo nuevo y lo viejo, entre extremos irreconciliables que por lo general tendían a repelerse pero que en ocasiones se entremezclaban formando un todo nuevo y hermoso o, quizás, no tan hermoso. Lo único cierto es que las consecuencias de todo aquello habían sido, casi siempre, totalmente inesperadas. Esto era en parte trágico y en parte necesario pero Pelayo no se arrepentía de ello y, en su interior, cabalgaba sus propios caballos desbocados o, tal vez, eran ellos los que lo arrastraban a él, al galope, hacía un final incierto. Tal vez, aquello pudiera incluso transcender a su propio ser por lo que, tal vez, no merecía la pena preocuparse demasiado… Tal vez.

  • Cuarta carta: Tres de copas.
    Bebió un trago de vodka de tercera categoría y encendió su dispositivo electrónico para fumar. Se tomó su tiempo. Observó a sus amigos y la llamada telefónica lo pilló desprevenido. Era su viejo amigo Jorge al que después de un efusivo saludo respondió:
    -Buenas preguntas J. Tendrías que haber estado en mi partida de mus….

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Cuando sonó el timbre de la puerta, Edmundo Saelices dio un respingo y a punto estuvieron de caérsele de las manos los pequeños engranajes. Los depositó sobre la mesa de trabajo en aparente desorden y caminó hacia la puerta. Al otro lado le esperaba Mendilucía, con la misma mata de cabello plateado que lo había acompañado durante las últimas décadas, quizás había algún surco más en torno a las comisuras de sus labios, pero permanecía tan lozano como siempre. Edmundo se preguntó si su amigo habría conseguido de alguna forma invertir el irrefrenable girar de los engranajes del tiempo.
Se encogió levemente de hombros, como si con ello pudiera a su vez sacudirse algunos años y lo invitó a pasar. Edmundo se armó con una damajuana y los dos se sentaron en la veranda sujetando unos vasos de vino escanciados por la mano todavía firme del relojero. Al brindar adivinó un leve rictus en el rostro de Mendilucía. Temió que al vino le hubiera sucedido lo que a muchos inversores, que de tanto esperar la gran ocasión desperdiciaron sus mejores años.
Fuera así o no, ambos recordaron tiempos, viejos y nuevos; hablaron y callaron, compartiendo silencios mientras observaban como languidecía el día. Finalmente Mendilucía le contó a su amigo el proyecto que le movía, así como las tres preguntas que ya había formulado en sus visitas anteriores.
No eran preguntas vanas, y Edmundo comprendió que más valía una respuesta tardía que una mala respuesta. Pidió tiempo a su amigo, se despidieron y regresó a su cuarto de trabajo a armar aquel reloj que había dejado diseminado horas atrás.
Pero los efluvios del alcohol, o la turbación que le había producido la inesperada visita le impedía concentrarse en la tarea. Levantó la vista y observó la foto amarillenta que pendía de la pared. En ella se veía a un Saelices casi niño, con un polvoriento uniforme militar, dos humildes alpargatas por calzado y un ridículo birrete que solo servía para ofrecer mejor blanco a los tiradores marroquís. Junto a él otros soldados, voluntarios forzosos también, y ante todos el veterano sargento Rovira, de tez requemada, negras patillas que incluso en esos tiempos eran excesivas y ojillos pequeños y hundidos. De sus labios colgaban precariamente los restos de un cigarrillo que se resistía a ser consumido. Al fondo y abajo se veían edificios bajos y blancos: el perímetro de Sidi Ifni. En el cielo aparecía suspendido un viejo Heinkel, como derretido por el calor que surgía de la arcilla reseca a los pies de los soldados.
Edmundo aún recordaba muy bien aquellos días de su juventud, todas las penurias que pasó en aquellas tierras desoladas, cercado junto con otros chiquillos en un lugar del que unos meses antes ni conocían su existencia. Eran los primeros días de la guerra que no era guerra para el Generalísimo, pero dónde los jóvenes morían igualmente.
Sacudió la cabeza y trató de volver a fijar su atención en aquellas ruedas dentadas que le esperaban sobre la mesa, mientras la primera de las preguntas de Mendilucía le rondaba incansable: ¿Qué hace que las compañías sobrevivían varias generaciones? ¿Qué hace que algo sobreviva el desgaste del tiempo y de la competición, de la lucha? En verdad no lo sabía.
Siguió manipulando el mecanismo mientras su pensamiento se filtraba entre las pequeñas piezas y remontaba la corriente del tiempo hasta más de medio siglo atrás. En el instante en que el viejo Rovira posaba indolentemente para la cámara ya hacía muchos años que había corrido en Annual, luchado en la Batalla del Ebro y ensuciado sus botas patrullando las tierras rojizas del Ifni. Lo habían intentado ascender varias veces, pero jamás había aceptado.
¿Cómo había hecho para sobrevivir a todos esas atrocidades un viejo sargento chusquero? Una noche en que la horrible absenta que acostumbraban a trasegar en los ratos muertos había hecho especial mella le preguntó al sargento cómo había conseguido sobrevivir a tres guerras, esperando un detalle, una clave que le pudiera ayudar a salir de allí tan entero como había venido.
– Tuve suerte – fue su lacónica respuesta.
– ¿Cómo suerte, mi sargento?
– Si, suerte. Suerte de no coincidir nunca mi cabeza y la metralla en el mismo sitio – dijo mientras apuraba otro trago.
Bien, podía ser suerte, pero debía haber algo más. Rovira sabía distinguir en un segundo si les estaban bombardeando con un mortero del 60 o del 81, si les disparaban con un Mauser o un Carcano. Sabía cuándo estaban a tiro y cuando los disparos eran poco más que fuegos de artificio. En definitiva, era bueno en lo suyo. También era consciente de lo que no sabía hacer, y por eso no lo intentaba. De ahí que rechazara cualquier ascenso. Edmundo se rio para sus adentros: ese viejo conocía ya el principio de incompetencia de Peter antes de que al propio Peter se le ocurriera. Tal vez su clave secreta fuera hacer unas pocas cosas bien y dejar el resto para otros. Y suerte, claro.
Edmundo se sorprendió a si mismo inmóvil con la vista fija sobre el complejo mecanismo. ¿Cuánto tiempo llevaba así? No estaba más que divagando, y mientras tanto tenía pendiente hallar respuestas para Mendilucía. La segunda era si había alguna forma de identificar a las futuras empresas supervivientes. ¿Cómo podía saberlo? Eso era imposible. El reloj que tenía en sus manos en su día fue una maravilla de la técnica, un lujo al alcance de pocos. Ahora seguía siendo lo segundo, pero si en ese momento hubieran estado allí los nietos de Mendilucía le habrían dicho – con razón – que aquello era una reliquia inservible. Una pieza para coleccionistas, carente de todo valor práctico. Y la empresa que lo fabricó tan difunta como su mismo fundador.
Con un suspiro, acabó de encajar la última pieza, dio cuerda y oyó con satisfacción el tenue tic-tac-tic-tac del reloj. Se quedó absorto con la rítmica del sonido…
Rovira dijo de aquel brigada que era una bomba de relojería; no tenía dudas de cómo iba a acabar, solo faltaba saber el cuándo. Era de ese tipo de gentes que se creen capaces de todo, sin límites y que lo acababan encontrando de la forma más súbita e inútil, al asomar la cabeza fuera de la trinchera, juguetear con la peligrosa granada Breda o subirse al capó del vehículo binoculares en mano como un remedo del mariscal Rommel. Decididamente no se podía saber quién sobreviviría, pero sí que se podía intuir quién estaba corriendo derecho a su destino. Si las empresas estaban constituidas en última instancia por personas, tal vez no fueran tan distintas las empresas de las personas, pensó Edmundo.
Se quitó las gafas; un incipiente dolor de cabeza latía amenazante. Ya había revivido demasiado por hoy; la visita de Mendilucía había sido un torrente inundando la apacible cárcava de su conciencia. Se estiró en la silla y pensó en la tercera de las preguntas, en qué era lo que había aprendido en su carrera inversora.
Cerró los ojos mientras se frotaba las sienes. En la penumbra sus pensamientos vagaron de nuevo hasta una noche en la que la luna no era más que un fino hilo y la niebla surgía de la misma tierra. Cactus, matojos y tiradores se confundían en formas fantásticas a menos de treinta pasos. Precisamente entonces les tocaba patrulla y un Rovira malhumorado lo cogió por el hombro y lo miró con sus inquietantes ojillos ratoniles: “Saelices: paso corto, vista larga y mala leche. ¿Entendido?”.
Edmundo asintió al instante; el sargento no era hombre para andarse con vacilaciones. Se agachó a ceñirse las alpargatas mientras se preguntaba que quería decir exactamente con lo de mala leche.
Esas tres órdenes las rememoraría muchas veces a lo largo de su vida, inversora o no. Los pasos cortos y medidos, sabiendo dónde pisas. La vista mucho más allá, hacia delante, nunca hacia abajo. Y por último la mala leche. Con veinte años no lo podía saber aún, pero los reveses de la vida le enseñaron que Rovira tenía razón. La mala leche o se trae de casa o te entra a hostias. En el Sahara más valía salir del cuartel con ella puesta.
Edmundo se levantó de la silla, caminó de regreso hasta la veranda y se recostó en el banco de teca que había compartido unas horas antes. La luna brillaba sin pudor, blanca y redonda en lo alto del cielo nocturno, bañando las colinas colmadas de pinares que llegaban a morir al Mediterráneo. No sabía las respuestas a las preguntas de Mendilucía, pero decidió que le contaría la historia del sargento Rovira.
Aún quedaba una cuarta pregunta, a su elección. Mientras sentía la agradable sensación de ser vencido por el sueño saboreó las palabras de un sabio danés de pelo y alma agitados: “La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia delante”. ¿Y si el pensador estaba equivocado? – se preguntó Edmundo – ¿Y si mi vida como inversor solo puede ser comprendida hacia delante?
La luna siguió trazando su arco en el cielo, ajena a las hueras disquisiciones de los mortales.

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El ruido. Siempre había sido el ruido.
Mendilucía arqueó una ceja, mientras le daba vueltas a aquel pensamiento. ¿Cuanto había influido el ruido, en su trayectoria vital?
A menudo pasamos por la vida creando narrativas que sólo existen en nuestra cabeza, no siendo por ello menos bellas, ni menos aterradoras.

La visita de Saelices le había removido las tripas. Muchos recuerdos, se entrelazaban y golpeaban violentamente, con aquella saña propia del invitado al que no esperas. Las tardes de Marrakech, los tes en el zoco de Casablanca y todas aquellas vivencias de su turbio pasado, que aún les despertaba a ambos en mitad de la noche, con sudores fríos y secos, que removían sus ciudades interiores.

Aquel Domingo, por fin se juntarían los primeros cuatro. Saelices, Valdetorres, Mendilucia, y dos viejos marinos amigos de sus tiempos de contrabando, Felipe Mayo y Emilio Besteiro

Aquella jornada prometía sopresas.

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La mar se desdibujaba en negros y grises durante esa límpida noche de luna nueva, pero el calmado e incesante rumor de las olas delataba su majestuosa presencia de forma inequívoca. Felipe Mayo, erguido y descalzo sobre la arena de la playa y con la mirada perdida en la bóveda celeste, sentía una nostalgia casi indeleble. La lectura de la carta de Jorge Mendilucía afloraba profundos recuerdos en él, de ésos que casi te duelen cuando llevas muchas historias a las espaldas.

Podía vislumbrarse el firmamento plagado de estrellas aquella noche; Felipe se estremecía al imaginar cuántas vidas de marinos como él habían salvado durante centurias. Y le fascinaba el saber que esos astros se hallaban tan lejos de él, y que su luz tardaba tantos años en alcanzarle, que quizás tan sólo fueran recuerdos brillantes, pasado, como él mismo.

Cuando era joven, sin embargo, dirigía su vista a un futuro que dibujaba con diversos colores: Libertad, felicidad, tristeza, amistad, amor, frustración, sueños, esperanzas, envidias, anhelos… colores que entremezclaba con mayor o menor destreza en ese lienzo que era su vida de inversor y hombre de mar. A veces se le iba el pincel y parecía que mutilaba la obra, pero lo relevante era que mientras la música sonaba, nunca dejaba de bailar. Ya juzgaría, al final y con el tiempo, si su cuadro era bello o no. Hasta entonces debía continuar, deteniéndose, eso sí, a contemplar las estrellas de su vida.

Ahora, entre los susurros del oleaje, sentía que el momento de juzgar lo asaltaba de forma apremiante, casi violenta. La misiva de Jorge le brindaba la oportunidad de responder unas preguntas de forma escrita; y había una que muy particularmente le agradaba en demasía: Qué había aprendido tras una larga y fructífera vida inversora. Para Felipe Mayo, escribir era derrocar al tiempo. Plasmar sus ideas de forma que, cualquier ser humano, en este periodo o en uno posterior, pudiera acceder a ellas. ¡Qué magnífica y maravillosa era la escritura, y cuán importantes para él habían sido los libros! Gracias a ellos siempre pudo escoger el aprender de los más lúcidos, de los que eran mejores que él.

Regresando de nuevo hacia el pueblo, bordeando el silencioso y solitario paseo marítimo, caviló e hilvanó las ideas, poniendo en orden la maraña de sus pensamientos. Lo que había aprendido tras muchos años es que la inversión en sí, además de ser una tarea intelectualmente satisfactoria para él, era un mecanismo para perseguir fines más elevados. Y esos fines eran principalmente el amor, la amistad, y el conocimiento.

Y cómo a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor, se dijo recordando a Manrique. Y en verdad, la vida sólo se vive una vez, de forma aterradoramente fugaz, pensó Felipe Mayo. Así que es preciso comenzar a ahorrar e invertir cuanto antes, cómo había hecho él, con la sana finalidad de alcanzar la libertad y poder dedicar todo el tiempo posible a lo que realmente importa:

  • Al amor a tus seres queridos, que te proporcionará plenitud, felicidad e insuflará sentido tu existencia.

  • A la amistad, porque el ser humano necesita compartir con alguien y transmitir sus ideas, logros, vivencias, pensamientos, sentimientos, estados de ánimo y opiniones;

  • Al conocimiento, pues produce serenidad, satisfacción y bloquea el dolor y la incomprensión que nos produce en ocasiones el mundo que nos rodea. Cuánto más sabes, más consciente eres de tu profunda ignorancia. Aceptar dicha ignorancia y tu irrelevancia te ayudará a estar en paz contigo mismo.

No malgastéis vuestro tiempo obedeciendo a unos estúpidos. Sed audaces en vuestra vida y arriesgad, porque ante la muerte, estáis desnudos y no tenéis nada que perder. No os conforméis viviendo una vida mediocre e igual a la de los demás, soñad en grande y luchad por conseguir aquello que os apasiona.

Felipe alcanzó la calle que conducía al portón de su casa e introdujo su callosa mano en el bolsillo del pantalón, buscando las llaves, sin celeridad. Sí, se dijo, esas serán ideas que plasmaré en mi respuesta. Que las nostalgias de un anciano sacudan con vehemencia los espíritus inocentes y adormilados de muchos jovenzuelos.

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Emilio Besteiro no podía adivinar que aquel día se iba a encontrar con la muerte. Caminaba por el pantalán relajado, acercándose a su viejo velero que tantas horas de sosiego aportaba a su cansada vida. El día soleado invitaba a otra jornada de navegación placentera.Cada vez menos ,porque la edad pesaba mucho.Le costaba cazar las escotas y su orgullo le impedía poner winches eléctricos.Mariconadas.Y las reprimendas de su mujer. ¿A dónde vas, vejestorio?, ¡que te vas a caer al mar y no te encuentra nadie!. Pues mejor que agonizar en un hospital, no te digo.
En ningún sitio como el mar se sumergían rápidamente los malos pensamientos, la rutina de la vida que te arrastra sin apenas poder luchar,la zona de confort que justifica esa fuerte amarra que bloquea los sueños de libertad que brotan cuando los años no pesan.
Esbozó una sonrisa al ver su barco. Era el saludo,el guiño a su amigo, su compañero. Solo los marinos saben que los barcos tienen alma. Los hay nobles,nerviosos,perezosos,aparentes,rápidos,o traidores. Su amigo era una buena embarcación.Le había respondido bien en situaciones difíciles, en las que no solo la pericia del capitán resuelve el contratiempo de una tormenta inesperada. Emilio le hablaba a su amigo sin palabras, el contacto con el timón era su lenguaje. En las ceñidas, el paso de una ola o en escoradas abruptas el barco le decía cómo iba todo a traves del tacto. Y estaba también el sonido del viento en las velas. Un aparejo bien cazado produce una especie de música afinada. Por el contrario, un flameo innecesario o una mayor demasiado trincada desafinan con claridad.El oído desempeña un considerable papel a la hora de calibrar la fuerza del viento y el correcto trimaje del aparejo. Son varios los lenguajes que utiliza un velero para hablarle a su capitán.

Al subir a bordo y soltar amarras volvió a notar esa alegría que transmite algo que recupera su estado natural.Como un perro amarrado que el dueño suelta para corretear por el campo o un caballo que sale de su cuadra tras varias jornadas atrapado bajo una techumbre.La embarcación era feliz sin amarras.

Al salir por la bocana del puerto giró la cabeza hacia el pueblo. Su amigo Mendilucía a veces lo saludaba desde el bar mientras tomaba un cafe en la terraza.El cabronazo de Jorge,como le llamaba cariñosamente .Muchos años habían pasado desde aquel viaje en el estrecho con su primer negocio de estraperlo. Estraperlo, ese palabro inventado para rendir homenaje a los famosos contrabandistas holandeses STRAuss y PERLOwitz. Aquel accidentado viaje selló para siempre una amistad que ni el tiempo ni la distancia pudieron romper jamás.El tabaco y el azúcar producían unas ganancias enormes en aquella España que aun recordaba la posguerra.

Al dejar atrás el abrigo del espigón, la brisa del nordeste acarició su cara. Puso proa al viento para desplegar las velas. Izó la mayor y desenrolló el génova, que empezaron a flamear como el pájaro que ensaya su vuelo. Viró 45 grados a estribor, cazó escotas y las velas portaron. Una estela suave y recta por popa señaló el comienzo de la navegación. Buscó la enfilación del cabo y calculó un par de bordos para doblarlo. En lo alto del acantilado se divisaba la casa de Mendilucía y recordó la cita que tenían aquella tarde. Y también que tenía que preparar la respuesta a las preguntas de su carta.
Las empresas sobreviven cuando hay pasión, el motor del ser humano.Cuando la hay, y cuando la sabes transmitir a tus subordinados y a tus descendientes.Ese es el secreto.
¿ Qué había aprendido en sus años de inversor ? Dos cosas: a ser osado pero no imprudente y a ser prudente pero no temeroso. Y practicarlo cuando la mayoría hacía lo contrario.Y le había salido bien. Aunque nunca lo necesitó, la independencia financiera le hizo mirar al dinero de una forma diferente. Lo bueno de tener dinero es que no tienes que preocuparte por él. Y eso relaja.

Había conocido a Jorge y a Felipe haciendo el servico militar en Melilla, a donde el sorteo siempre le tocaba a los pobres y a los paletos. Desde el primer día lo desconocido los aferró como a un salvavidas.El osado, el pragmático y el reflexivo. Un buen trío que se libró por muy poco de la guerra de Ifni. África los hizo sufrir, pero también les abrió los ojos para sus primeras empresas.

El viento roló ligeramente a levante, escorando el barco amurado a babor. Lástima que no se veía ninguna vela en el horizonte.Le gustaba jugar a cazar a otro velero. Hacer guerra de viradas, llegar antes al cabo.Se sentía el capitán de una novela de Patrick O`Brian o el mismísimo Joseph Conrad en su clipper intentando llegar el primero a Londres con las frescas hojas de té.
Al final de la bahía viró. Muy despacio. como sus movimientos. Antaño sus viradas eran rápidas y precisas. Piloto automático, 80 grados, soltar escota de estribor y cazar la de babor. Pasar ligeramente de banda el carro de mayor y vuelta rápida al timón. 20 segundos. Ahora ya no.Sabía que no le quedaban ya muchas jornadas como la de hoy. Los achaques.
Ya se veían los ventanales de Mendilucía en lo alto del acantilado. La reunión. Y ¿qué iba a aportar él ? Entonces recordó aquella maravillosa película de Peter Sellers: Bienvenido Mr Chance. Sus destornillantes metáforas del jardín sobre la economía. Eso era.Explicaría la inversión con metáforas ,con refranes de mar. Y por su mente pasaron rápidamente auténticas perlas:
No existe hombre de mar que no se pueda ahogar
El que no se arriesga,no pasa la mar.
En el mar calmado todos somos capitanes
Aunque la mar sea honda,echa la sonda
Navío parado no gana flete
Quien buen norte tiene,seguro va y seguro viene
Si el mar fuera vino todo el mundo sería marino
Tras mala navegación, el puerto sabe mejor
A golpe de mar, pecho sereno
En calma de mar no creas,por sereno que lo veas
A velas partidas, sálvenos Diós Y Santa María

Y EL QUE QUIERA ENTENDER, QUE ENTIENDA

Otra virada y al fin dobló el cabo. Aquella pared vertical siempre le imponía. Imaginaba una ola gigante que un día devoró la montaña de una dentellada .Y aquel faro orgulloso, que muchas noches le dió la Bienvenida desde el horizonte cuando regresaba de las islas.
Entonces apareció aquel barco a lo lejos. Enseguida supo que algo no iba bien.Demasiado tiempo flameando velas. Un navegante sabe que los gualdrapazos las destrozan.
Aquel barco tenía problemas.Y decidió acercarse. Nadie por la cubierta.El canal dieciséis estaba en silencio.Ya cerca, nadie respondió a sus llamadas.Con su caminar lento largó defensas por el costado de babor. y protegido a sotavento consiguió abarloarse.El escalofrio lo dejó inmóvil.Se asustó. Aquel hombre yacía en la bañera sobre un inmenso charco de sangre.Dudó unos segundos entre un may-day o socorrerlo, pero saltó penosamente sobre el candelero para pasar al otro barco.
Y al acercarse vió un enorme tajo en la muñeca .Jamás pudo entender qué llevaba a un hombre a tomar esa decisión. Pero vió aquella nota ensangrentada.Entonces toda la tensión se tornó en serenidad.Con mucha calma acercó su mano para cerrarle los ojos.Y esbozó una triste sonrisa de complicidad:

  • A tí si que te entiendo. Buena travesía,marinero
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A Mendilucía, le gustaba mirar por la ventana del despacho de su casa, mientras leía, o revisaba correos de trabajo en periodo vacacional, con esa mezcla de sentimientos de “hay que hacerlo” y “no hay que hacerlo”.
Sabía perfectamente que no podía escapar de sus obligaciones, pero todavía albergaba la esperanza de poder disfrutar de las desconexiones, aún cuando había aprendido, que los primeros días de vacaciones, la inercia era excesivamente poderosa como para frenarla en seco.
Encima de su mesa, había una enigmático trozo de papel, roto e inconcluso. Fechado treinta años atrás. Había aparecido tras su última búsqueda de documentación para su próxima reunión. Era su letra. Una letra que había evolucionado bastante a peor, tras tres décadas de tránsito vital. De carreras por escribir rápido capturando la esencia, pero con demasiada prisa por el objetivo final sin mimar el proceso.

Aquella resma de papel amarillento , todavía conservaba la elegancia y la dignidad de un pasado con bastante presencia del becerro dorado. Escrito probablemente con una pluma, el texto, o lo que quedaba de él, decía asi:

La cuestión es que en mi jardín, hay un viejo, pero con aspecto de joven, olivo centenario. Lo compré hace tres años, y mi mujer y yo lo seleccionamos entre varios cientos de olivos centenarios. Es un olivo femenino, con formas que recuerdan al busto de una mujer. Por esa extraña y jocosa razón, fue por la que decidimos ,o más bien decidió mi mujer comprarlo.

Nunca me gustaron las podas de los olivos modernos, haciéndoles parecer lo que no son. Al fin y al cabo, un olivo, u olivera como decimos por el mediterráneo, es como es, y en su extraña y desordenada belleza natural, es donde reside para mi su encanto.

Miro al olivo. Paso por su lado diariamente, y siempre lo observo con curiosidad. Es el tótem del jardin. La pieza más importante y la que más resalta. No solamente es un olivo precioso. Es mi olivo. Me pertenece. Yo lo compré. Yo lo pagué. Su suerte, debe estar ligada a la mía. A mis decisiones y caprichos. Puedo ejercer poder sobre él.

En esta vorágine de pensamientos, me avergüenzo de mi mismo, por las cosas absurdas que me da por pensar.

Hoy hace una ligera brisa mediterránea, y el olivo mueve sus ramas al compás, ajeno a los pensamientos de ese ser vivo que está a diez metros de distancia, y que con bastante probabilidad no será centenario.
No tengo la menor idea de si el olivo piensa algo de mi, o si tan siquiera es capaz de pensar. El sólo se mueve adaptándose a las condiciones cambiantes. Ha pasado por varios cambios de terreno. El primer año de los cambios, no da olivas. A partir del segundo se llena y pareciera que siempre ha estado ahí. El olivo reafirma su belleza en su simplicidad. Sabe lo que es, y no pretende ser más. Tampoco menos.

Me hace pensar en el apego. En la falsa sensación de que uno puede controlar los acontecimientos. En el letal y sibilino cauce del poder. En la manipulación consciente e inconsciente que ejercemos sobre uno mismo en el mejor de los casos, y sobre los demás, en el peor.

Quizá si le pusiera otro olivo demasiado cerca, sería capaz de extenderse hasta ahogarlo. Quizá no y la naturaleza se autoregulase sola, con su eterno baile para unos cruel y para otros fascinante, dependiendo del lado del que cayese la moneda. Quizá todo sería azar. O todo lo contrario. Demasiadas preguntas. Pocas certezas.

Al olivo le da igual. A mi no. Sigo preocupándome por problemas que probablemente no sucederán. Sigo pensando que hay cosas que son mías, que me pertenecen.

Nada te pertenece. El sufrimiento es estéril.Todo se reduce a una serie de combinaciones aleatorias de…

Y nada más. Sea lo que fuera, se rompió hace muchos años. Esto le iba a costar más de lo que se esperaba.
Nunca temió a la aventura, ni al trabajo. En los siguientes días, quizá se entretendría bastante, pero sabía que remover todo el pasado, no lo iba a dejar indiferente. Del dolor, emergían siempre lecciones valiosas.

Sólo era necesario que bajase su intensidad, y que Mendilucía fuese lo suficientemente frío para dejarlo a un lado, debilitarlo, y finalmente dejarlo ir. Si, estaba hablando de dolor. De ese que ya empezaba a notar, y que le estremecía el espinazo, mientras sonaban en su cabeza, viejos tambores de guerra.

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Me imagino su olivera más o menos así.

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Preciosa. Si señor. Que belleza de árboles , las oliveras.

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Ese es un olivo variedad sevillenca con poda tipo bonsai. Si en vez de platos fueran bolas sería una poda pom pom.
No soy partidario de maltratar a los olivos con esas podas radicales, pero le aseguro que ese olivo de la foto, requiere ese tipo de poda si se quiere lucir en toda su belleza una olivera de esas características. El olivo estaba vendido.