La capacidad de abstracción del señor Mendilucía, era digna de mención. Para exasperación de su mujer y su entorno más cercano, Jorge Mendilucía, era capaz de estar con el cuerpo presente y el alma ausente, viajando por nubes de pensamiento que sólo él conocía…y disfrutaba.
Aquella mañana, el señor Mendilucía se encontraba sentado en la terraza del pequeño café del pueblo costero. Los ruidos de un matón de barrio de cinco años, amedrentando a sus dos compinches, pasaban del todo desapercibidos para él. Su mente, se encontraba evocando la inercia de las compañías que había conocido en su vida. Esto, que para la mayoría de las personas que llenaban la plaza, les hubiera parecido algo insulso y carente de sentido, para este señor que ya pasaba de largo las ocho décadas, con su pelo canoso, del color del aluminio cepillado que se usa en la industria y su elegancia en el vestir y en el pensar, se le antojaba como el descubrimiento más apasionante que había hallado en su vida adulta.
Al Jorge joven, nunca le gustó beberse el café lentamente. Rara vez realizaba más de tres tragos para tomárselo. Su vida temprana, corrió como un reguero de pólvora, alternando momentos de extrema pasión en los placeres, con épocas de relativa tristeza que le hacían sentirse culpable, por no ser capaz de valorar lo que tenía. Extremo en sus gustos y opiniones, el joven Jorge ansiaba el conocimiento, y sobre todo la independencia. Saberse fuerte, era algo importante para un hombre que ,en ocasiones, sentía miedo. Un miedo injustificado y silencioso. Una tragedia mundana. Un uso equivocado de la imaginación, que le hacía ver cosas que no estaban allí, pero que a él le rondaban. Cosas que no habían pasado, que contenían un pequeño ápice de verdad, y una gran dosis de imaginación. Ya hemos dicho que al señor Mendilucía le encantaba abstraerse y proyectar escenarios. Buenos y malos.
Un balón impactó en su pierna, y le hizo aterrizar de nuevo en la mesa. Miró el café intacto y disolvió el azucarillo con rítmicos movimientos de cuchara. Profundamente regresó a sus ensoñaciones. Recordó todas aquellas empresas que habían sobrevivido a cambios generacionales, al devenir de los tiempos y las mareas del destino¿Qué hacía que aquellas compañías sobrevivieran? Esa pregunta siempre le llevaba a visitar los lugares comunes de su trayectoria como hombre de negocios.
Había compañías con líderes carismáticos, y las había sin ellos. Otras hacían cosas sencillas, realmente sencillas. Sin embargo también halló otras con productos complejos. Todas sobrevivieron a la erosión del constructor y asesino de compañías y seres. El tiempo.
¿Qué era por tanto lo que haría que las compañías sobreviviesen? Siguió apurando su café y tomó una decisión. Durante las siguientes semanas , visitaría a varios de sus amigos. Algunos los conocía bien. Otros habían fallecido, pero guardaba sus textos que publicaron en el último reducto de la elegancia financiera. Todas aquellas interacciones, se conectaron de pronto en una sinapsis continua que fluía acompasadamente en la mente del ahora extasiado señor Mendilucía. Una sensación de euforia recorrió su cuerpo.
Aquí y ahora, se sentía bien. Por fin, había roto el bloqueo que le impedía consumar su mayor abstracción. Esta vez lograría descender a las profundidades para saber si había un elemento común, un mapa del territorio, una piedra roseta que le guiase en el camino.
A él la vida le había tratado muy bien. Había logrado invertir con cabeza y disfrutar de una vida placentera. Ahora quería dejarle un regalo a su nieto. El mejor regalo que le podría hacer antes de abandonar su mundo. Escribiría un libro, con el resultado de las conversaciones de sus amigos. Su objetivo sería ese. Tampoco se negaría a hablar con ellos de la vida y de la filosofía que mueve el mundo con esa melodía silenciosa, que pasa inaudible gran parte de nuestro tiempo, y que cuando oímos, le damos el nombre de felicidad.
Todo eso le dejaría en legado. Ahora sólo faltaba visitar a un amigo cada semana. Nunca le gustó detallar las rutas minuciosamente. Él sabía dónde quería llegar. El camino se movería abriéndose paso como el agua al derramarse sobre el suelo.
Se levantó de la mesa, pagó su café y se dirigió hacia el extremo del pantalán. Sacó su teléfono y buscó en la agenda el nombre de aquel buen amigo.
-¿Diga?- Sonó aquella voz metálica , herrumbrosa por el paso de los años.
Una gran paz le invadió. Al fin estaba en el camino. Y de aquellas llamadas, surgiría un libro. Su regalo para su nieto.