Originalmente publicado en: El Alpinista de Schrödinger – El rincón de pensar
Son las 4 am cuando suena el despertador, un café solo y casi atragantado porque no entra más a esas horas y hay prisa. Cargamos el coche con los equipos que habíamos dejado preparados la noche anterior y nos ponemos en marcha rumbo a Chamonix.
El plan es hacernos con los billetes para el teleférico de la Aguille du Midi y después ir a comprar el desayuno antes de que suba el primero. Pero según nos dan el ticket vemos que el primero sale en 5 min asi que nos ponemos directamente a la cola y subimos. Estamos ansiosos, vamos al Mont Blanc de Tacul.
Durante la subida comemos una barrita de cereales entre los dos mientras buscamos líneas de escalada a la Aguja y nos dejamos seducir por un paisaje sobrecogedor. Llegamos y nos dirigimos directos a la salida a la arista… ya son unas cuantas veces las que he pasado por aquí y siempre llego con la misma sensación en el estómago. Te equipas en un pasillo, te unes a tu compañero por una cuerda y atraviesas un tunel de hielo que da a una valla que prohíbe el paso a los no alpinistas.
Bajamos por la arista rápido, no tenemos tiempo que perder. Casi siempre empezamos a escalar una montaña mucho antes, cuando aún es de noche… adaptarnos al horario del teleférico nos hace ir muy justos de tiempo, sobre todo por que tenemos que llegar al teleférico de la Mer de Glace antes de que pase el último de regreso a Chamonix, o tendremos que caminar 3 horas más con el peso de los esquís a la espalda y las botas puestas.
Nos ponemos los esquís, ruge el viento y le pregunto a Michael si no estamos bien aquí. La verdad es que no hay otro lugar en el mundo en el que quisiera estar.
La ruta que vamos a seguir tiene una pega, está expuesta a varios seracs que podrían caerse en cualquier momento y a grietas profundas, lo que convierte la ascensión (aún más) en un juego de probabilidades.
Empezamos la escalada y pronto nos damos cuenta de que va a ser más duro de lo que pensábamos, la nieve está fresca y nos hundimos hasta las rodillas. Nos siguen unas diez personas en diferentes grupos que casualmente mantienen siempre una distancia constante con nosotros que deberíamos ir mucho más lentos por el hecho de abrir huella. Existe una ley no escrita en la montaña de repartir la tarea de abrir huella entre las diferentes cordadas que parece que hoy se va a quebrantar, no es la primera vez ni será la última… pienso que hay valores que se están perdiendo y es una pena pero no hay tiempo que perder. Seguimos.
El tubo del camelbak se congela prácticamente al empezar. A partir de aquí el único líquido que compartiremos es una botella de medio litro de powerade que lleva mi compañero a buen recaudo en el pecho. Bebemos pequeños tragos al turnarnos con la tarea de abrir huella.
Seguimos con la escalada pasando rimayas, grietas y viendo como poco a poco todos los escaladores que llevábamos detrás se retiran. Un tramo de escalada en roca y llegamos a la cima. Se nubla el cielo, el viento ruge aún más y tenemos que salir por patas.
Bajamos rápido y cuando por fín estamos fuera del alcance de los seracs respiramos. Juro que llevaba varias horas sin respirar.
Nos queda bajar esquiando por el glaciar hasta el teleférico que nos llevará al tren cremallera que baja a Chamonix. Sorpresa cuando llegamos y está cerrado por el viento. Cuatrocientos metros más de desnivel con los esquís a la espalda.
Tengo la sensación grabada del momento en el que llegamos a la cola del tren. Saqué una tableta de Milka de estas gruesas y nos la comimos en un asalto, era la primera vez que comíamos algo desde la media barrita de la mañana y en ese momento el cuerpo se relajó por primera vez en todo el día. Tanto que empecé a sudar a mares y a sentir frío y flojera en las piernas. Pero daba igual. Habíamos peleado y habíamos ganado.
Esa noche, mientras tomábamos unas cervezas en el jardín, le conté a Michael algo que llevaba pensando todo el día: que en escaladas como la de ese día, una vez cruzada la línea, durante unas horas no me sentía vivo ni muerto, simplemente peleando. Lo llamé el Alpinista de Scrhrodinger.