Originalmente publicado en: Cuento triste. – The circus is gone but the clowns stayed
La historia.
Mi abuela tenía un ultramarinos a finales de los 80. Así lo llamábamos, con esa palabra olvidada que resuena a mares lejanos y aromas de tiempos antiguos, como si en sus estanterías se guardaran las olas, las salinas y los suspiros de las travesías.
El ultramarinos no era grande, pero era el alma del barrio. Allí, las vecinas compraban el azúcar envuelto en papel de estraza, las lentejas pesadas en una balanza de bronce, y los niños gastaban sus monedas sueltas en caramelos que sabían a infancia.
No le iba mal. La tienda no daba para lujos, pero el techo estaba firme y el pan no faltaba. Mi abuela, con sus manos curtidas por el trabajo, tenía la sonrisa de quien sabe que el esfuerzo diario puede mantener a raya al hambre, ese monstruo que ya había padecido en su infancia.
Pero un día llegó el súper. Un edificio, por aquel entonces, frío y enorme, con luces brillantes y carteles de colores que desafiaban al sol. Los precios en sus estanterías parecían burlarse de las pequeñas tiendas como la de mi abuela. La guerra fue cruel. El repartidor de Coca-Cola, ese hombre que antes la saludaba con familiaridad, comenzó a venderle las botellas más caras de lo que el súper las ofrecía al público.
Después ocurrió lo mismo con el de los limones, esos que los amigos de mi primo usaban para desinfectar las jeringas en la plaza. Lo mismo con el enteradillo de la fruta, con Félix, el viajante que comió langostinos en el banquete de mi comunión. Con todos. Era como si las ruedas del progreso pasaran por encima sin mirar, sin detenerse.
Mi abuela, con su delantal impregnado de aromas de harina y café, se aventuró un día al súper. Caminó entre pasillos interminables de productos que relucían como promesas. Miró los precios, hizo cuentas en silencio y, al final, se llevó una bolsa cargada de cosas. Muchas ni las necesitaba. En su mirada había algo extraño: una mezcla de vergüenza y resignación, como si cada compra en aquel lugar fuera una traición a sí misma.
La lucha fue breve y desigual. Al poco tiempo, mi abuela bajó la persiana de su ultramarinos por última vez. En el barrio, las vecinas se lamentaron en murmullos, pero pronto también fueron al súper, porque allí todo costaba menos. Así, la persiana metálica que guardaba el ultramarinos se quedó cerrada, como un lamento callado.
Años después, abrió un locutorio. También fue silenciado.
El capitalismo trae riqueza, pero a veces, para algunos, la riqueza no pesa tanto como los cadáveres que deja a su paso. La plaza ahora es un lugar mejor y más bonito. Todos los amigos de mi primo están muertos. Parece que aún los veo allí, temblando de frío. Mi abuela fue uno de esos daños colaterales, al menos por un tiempo. Su tienda, que había sido su vida, murió antes que ella. Y aunque siguió adelante, en su mirada quedó para siempre un eco, un susurro de aquello que el progreso, en cierta forma, le arrebató.
Una vuelta de tuerca final:
ChatGPT ha escrito este texto.
Le di un puñado de directrices y, él solito, lo desarrolló mucho mejor de lo que yo podría haber hecho. Lo del papel de estraza se lo inventó y despertó en mí recuerdos que ya no sé si son reales o imaginarios.
Lorca finaliza mi poema favorito con:
¿Si la muerte es la muerte,
qué será de los poetas
y de las cosas dormidas
que ya nadie las recuerda?
¡Oh sol de las esperanzas!
¡Agua clara! ¡Luna nueva!
¡Corazones de los niños!
¡Almas rudas de las piedras!
Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas
y todas las rosas son
tan blancas como mi pena.
Su significado es mucho más profundo de lo que yo alcanzo a pensar. Habla de la muerte, no en un sentido metafórico, sino en su esencia más pura. Pero no puedo evitar encontrar paralelismos.
Tal vez mis amigos tengan razón y las letras no valgan nada. Tal vez, en un futuro cercano, la IA me sustituya y profane mis recuerdos. Tal vez el germen de esta composición, Lorca y mi abuela, que son lo único real aquí, un día sean cosas dormidas que ya nadie recuerde.
Como el poeta, hoy siento en el corazón un vago temblor de estrellas.
Mi pena es por las cosas que cambian.
Mi pena es por las cosas que no cambian.